Somos adictos de la aritmética. Los efluvios de sus infinitas combinaciones desatan una tormenta de serotonina en nuestro tracto gastrointestinal que asola el escaso contenido de nuestras meninges. No puede ser de otra forma. La semana pasada anduve repasando uno de esos artículos reveladores, que ponía en solfa la gestión individual de los administradores de la finca en la que moramos. Nada nuevo, los sujetos más clásicos, acostumbrados a la impunidad de sus actos, derrochando elusión fiscal a borbotones y los recién llegados todavía pagando el pato de la candidez más desoladora. Pero los números nos atraen y, pese a que conocemos los entresijos del truco, no tenemos problema en extrapolar las conclusiones que ya traíamos desde casa. Cómo nos consuela que la realidad inventada se ajuste a nuestras predicciones. Cada "te lo dije" se convalida por dos orgasmos en la escala de la autosatisfacción.
Como de costumbre, leído a vuelapluma, los derroteros de mi modesta neurona salieron corriendo por los cerros de Úbeda, buscando seguramente el cobijo de El Tempranillo. Era fácil salirse del sendero. A fin de cuentas, quién no vende consejos que para sí no tiene. Cuántos hijos de terapeuta se deslizan por las psicopatías, cuántos médicos nos imploraron en su consulta el abandono de hábitos poco saludables cigarro en mano... en casa del herrero, pues eso. Así que ni corto ni perezoso me dio por abundar en la premisa de si no gastamos demasiados recursos en análisis innecesarios. Rápido, acuciado por la tentación ineludible, ya me estaba arropando perezosamente con la manta del estoicismo: ¿Cuántos factores desencadenantes de un acontecimiento controlamos? ¿Cuántos de entre la miseria de los que podríamos controlar no nos son a su vez ingobernables para nuestra débil voluntad? Ya, para ser tertuliano en la Sexta es mejor llevar números: en la cabeza, en el papel, incluso en la chistera. Este nihilismo o nada no va a vender una mierda. Es mejor consolar nuestra desilusión existencial con juicios implacables sobre las acciones de los demás. Encontrar un chivo expiatorio, con forma de pangolín, sobre el que apoyar la mochila de nuestras miserias es mejor que asumir la caótica realidad con algo de dignidad.
Y, sin embargo, creo que este abandono del efecto liberador de la reducción de la vida a números no es una mala noticia. Si lo miramos con un poquito de detenimiento, esta asunción del ínfimo porcentaje de factores desencadenantes, que realmente dependen de nosotros, nos impele necesariamente a tratarlos como el más delicado de nuestros tesoros. Precisamente, porque nuestras acciones afectan muy poco en los acontecimientos, estamos avocados a la generosidad de las mismas. No hay plan B, desperdiciar una de esas migajas de nuestra voluntad en no regalar felicidad a otros es un acto de lesa humanidad. Diría que el único valor de nuestra conciencia no es otro que vigilar por ello en este leve pestañeo, que supone el devenir de nuestra exclusiva combinación de átomos en los 13.800 millones de años del universo, antes de su disolución.
P.S.: Música maestro. En los tiempos más próximos al Big Bang, cuando la radiación de fondo uniforme y los singles con cara B y extra de regalo. ¡Qué tiempos!
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