Si existe un mínimo común múltiplo en todos los obituarios que leo es la condescendencia que saca a pasear el vulgo con la reputación que acaba de legar el difunto. Resulta empalagosa, ñoña y especialmente sangrante por inútil: alguien debería recordar que los tímpanos del finado no reverberan, ergo las loas y halagos caen en saco roto. O no, claro. Igual detrás del banquillo de los acusados está sentado nuestro reflejo por comparación y es por ello que, como fiscales del tribunal, demos la misma pobre impresión que esos timoratos que se hacen cargo de la acusación contra los vástagos reales y sus hazañas con la contabilidad creativa y el ajuste de sastre de la city que hacen con la normativa fiscal para que les siente como un tweed a medida.
Sin embargo, mis derroteros hoy se dirigen, como de costumbre, por atajos bastante menos lustrosos y versan exclusivamente sobre un efecto indeseado del juicio benevolente del que os hablaba, el cual especialmente me irrita. No hay grotesca elegía que no contenga una "confidencia" del allegado que desmonte todo lo que nos ha parecido el fiambre a través de sus obras y sus palabras durante toda su puñetera vida. Pasmado me quedé cuando lo primero que escuché hace un par de días en boca de algún conocido del popular Manolo Escobar, templado todavía, que el ínclito velado era un hombre culto e ilustrado. Resulta que el mismo pájaro que se ha ganado el pan durante la torta de años no con el sudor de su frente sino con guiones que contenían aforismos como el de "si una mujer no cose y no reza, para mí no es una mujer" o estribillos del estilo "no me gusta que a los toros te pongas la minifalda", era un Jean Jacques Rousseau en sus charlas de cinquillo, brasero y mesa camilla. Vamos, como se puede observar, un tipo que predicaba sin rubor todo aquello que los hijos deseamos para nuestras madres, los maridos para nuestras mujeres y los padres para nuestras hijas. Acabáramos.
Y así se escribe la historia de los cadáveres ibéricos; nada de medias tintas. Los zafios, violentos y groseros resultaron ser hermanitas de la caridad de puertas para dentro aunque el pestilente humo de su incineración acredite lo contrario; los setas, aburridos y sujetos habituales del mundo de los grises contaban con un excepcional sentido del humor que debían manifestar exclusivamente en el cuarto de estar de su casa; los torpes escénicos cantaban como ángeles en la ducha y así hasta donde queráis estirar el chicle. Porque en el fondo de toda esta panoplia de estupideces y sinsentidos no late otra cosa sino el exitoso principio de esa patética disciplina llamada coaching: dentro de tí hay un botín de habilidades por explotar. Regla de oro para vendedores de biblias del siglo XXI, que cae por su propio peso sólo con observar lo que sale de uno a eso de las 07.30 de la mañana mientras repasa el Twitter o se imagina pertrechado tras una barrera de escudos en una loma de la Dumnonia soportando el azote de los sais, según describe con especial tino la prosa de Cornwell. Si tu miopía no te alcanza para verlo, ponte las gafas al levantarte y no olvides tu dieta rica en fibra.
P.S. Que está bien creer en uno mismo aunque haga frío como canta Luter, pero sin pasarse.
Sin embargo, mis derroteros hoy se dirigen, como de costumbre, por atajos bastante menos lustrosos y versan exclusivamente sobre un efecto indeseado del juicio benevolente del que os hablaba, el cual especialmente me irrita. No hay grotesca elegía que no contenga una "confidencia" del allegado que desmonte todo lo que nos ha parecido el fiambre a través de sus obras y sus palabras durante toda su puñetera vida. Pasmado me quedé cuando lo primero que escuché hace un par de días en boca de algún conocido del popular Manolo Escobar, templado todavía, que el ínclito velado era un hombre culto e ilustrado. Resulta que el mismo pájaro que se ha ganado el pan durante la torta de años no con el sudor de su frente sino con guiones que contenían aforismos como el de "si una mujer no cose y no reza, para mí no es una mujer" o estribillos del estilo "no me gusta que a los toros te pongas la minifalda", era un Jean Jacques Rousseau en sus charlas de cinquillo, brasero y mesa camilla. Vamos, como se puede observar, un tipo que predicaba sin rubor todo aquello que los hijos deseamos para nuestras madres, los maridos para nuestras mujeres y los padres para nuestras hijas. Acabáramos.
Y así se escribe la historia de los cadáveres ibéricos; nada de medias tintas. Los zafios, violentos y groseros resultaron ser hermanitas de la caridad de puertas para dentro aunque el pestilente humo de su incineración acredite lo contrario; los setas, aburridos y sujetos habituales del mundo de los grises contaban con un excepcional sentido del humor que debían manifestar exclusivamente en el cuarto de estar de su casa; los torpes escénicos cantaban como ángeles en la ducha y así hasta donde queráis estirar el chicle. Porque en el fondo de toda esta panoplia de estupideces y sinsentidos no late otra cosa sino el exitoso principio de esa patética disciplina llamada coaching: dentro de tí hay un botín de habilidades por explotar. Regla de oro para vendedores de biblias del siglo XXI, que cae por su propio peso sólo con observar lo que sale de uno a eso de las 07.30 de la mañana mientras repasa el Twitter o se imagina pertrechado tras una barrera de escudos en una loma de la Dumnonia soportando el azote de los sais, según describe con especial tino la prosa de Cornwell. Si tu miopía no te alcanza para verlo, ponte las gafas al levantarte y no olvides tu dieta rica en fibra.
P.S. Que está bien creer en uno mismo aunque haga frío como canta Luter, pero sin pasarse.
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