Como era de esperar, este infausto año 2020 se ha llevado por delante también todo el rosario de convenciones asociadas al estío que soportamos desde hace más de un mes. No he estado muy conectado a los medios tradicionales, pero imagino que no habrán dedicado su relleno de saldos y rebajas, habitual en estas fechas, a los trending topic más comunes, a saber, canción del verano al compás machacón de las rimas caribeñas, decesos por ahogamiento en piscinas y arenales, las diez mejores ideas para redecorar tu casa con cuatro duros y cinco denuncias de vecinos hartos de tu fruición en el desempeño del bricolaje, crónicas de festejos populares aferradas al número de bajas en el encierro matutino, exhibiciones propiciadas y negligentes del pezón o la celulitis de la actriz del momento y sucesos, siempre muchos sucesos: con violencia en el mejor de los casos y, cuando ya no queda nada en el mostrador de la casquería, cualquier intoxicación alimentaria que llevarse a la boca.
Al menos en el centro de trabajo que frecuento, no ha habido ocasión para los lugares comunes estivales como los que acabo de relacionar. El escaso tiempo de charleta que osan dilapidar, se ha colmado casi en su integridad con el ejercicio adivinatorio que augura la casi segura posibilidad de que, los del turno tardío vacacional, no logremos salir de la ciudad si, como todo parece indicar, el ostentoso vigor de los rebrotes nos devuelve al encierro hogareño, ese que hemos disfrutado hasta no hace nada. Se habla de pasar Guadarrama como si del Rubicón de Julio César se tratara. Es de sobra conocido que somos una generación poco propicia a la heroicidad y cuyas gestas no pasan de restar un par de kilos de nuestro torso apolíneo, las dietas son lo más cercano que tenemos al sufrimiento, todo ello por obra y gracia del wishful thinking y el coaching.
Y sin embargo, cualquiera lo diría, con la apología del dolor que traslucen el 99% de nuestras opiniones sobre el control epidemiológico. A buen seguro el Marqués de Sade y el cónclave más casposo del Vaticano se rompería las manos de aplaudir nuestro fervor por hacer de la vida que soportamos ese valle de lágrimas, que nos inculcaron desde bien pequeños. Toda la ira, que refleja el sentir mayoritario que me rodea, está centrada en reprender el placer y, claro, así nos va. Mira cómo están las terrazas de gente sin mascarilla!, suelta el Torquemada de turno. Anda que juntarse para celebrar con cuarenta mil muertos en nuestras espaldas, espeta el que cambió de canal cuando el Évole de turno le quiso mostrar el drama del tránsito de desgraciados por el Mediterráneo. Lo habitual en nuestra ideosincracia judeocristiana: juzgando con severidad la cervecita ajena y con mirada laxa cuando de nuestra última visita innecesaria al centro comercial de turno se trata. Los muy menos, atentos a los atestados medios de transporte público que aseguran que la carne para la picadora no se escape del proceso inmoral de creación de riqueza. Qué poco hemos cambiado.
P.S. Lo dicho, si llegamos a tiempo, uno, que parece derrotado de antemano en la lucha que batalla contra sí mismo y especialmente poco propicio a predicar con el ejemplo, intentará desenmarañar el ovillo de su única neurona a orillas del la nacional 634, como de costumbre. Por cierto, es posible meter en la letra de una canción el zinc, así como si tal cosa? Solamente los grandes poetas coetaneos parecen capaces.
Al menos en el centro de trabajo que frecuento, no ha habido ocasión para los lugares comunes estivales como los que acabo de relacionar. El escaso tiempo de charleta que osan dilapidar, se ha colmado casi en su integridad con el ejercicio adivinatorio que augura la casi segura posibilidad de que, los del turno tardío vacacional, no logremos salir de la ciudad si, como todo parece indicar, el ostentoso vigor de los rebrotes nos devuelve al encierro hogareño, ese que hemos disfrutado hasta no hace nada. Se habla de pasar Guadarrama como si del Rubicón de Julio César se tratara. Es de sobra conocido que somos una generación poco propicia a la heroicidad y cuyas gestas no pasan de restar un par de kilos de nuestro torso apolíneo, las dietas son lo más cercano que tenemos al sufrimiento, todo ello por obra y gracia del wishful thinking y el coaching.
Y sin embargo, cualquiera lo diría, con la apología del dolor que traslucen el 99% de nuestras opiniones sobre el control epidemiológico. A buen seguro el Marqués de Sade y el cónclave más casposo del Vaticano se rompería las manos de aplaudir nuestro fervor por hacer de la vida que soportamos ese valle de lágrimas, que nos inculcaron desde bien pequeños. Toda la ira, que refleja el sentir mayoritario que me rodea, está centrada en reprender el placer y, claro, así nos va. Mira cómo están las terrazas de gente sin mascarilla!, suelta el Torquemada de turno. Anda que juntarse para celebrar con cuarenta mil muertos en nuestras espaldas, espeta el que cambió de canal cuando el Évole de turno le quiso mostrar el drama del tránsito de desgraciados por el Mediterráneo. Lo habitual en nuestra ideosincracia judeocristiana: juzgando con severidad la cervecita ajena y con mirada laxa cuando de nuestra última visita innecesaria al centro comercial de turno se trata. Los muy menos, atentos a los atestados medios de transporte público que aseguran que la carne para la picadora no se escape del proceso inmoral de creación de riqueza. Qué poco hemos cambiado.
P.S. Lo dicho, si llegamos a tiempo, uno, que parece derrotado de antemano en la lucha que batalla contra sí mismo y especialmente poco propicio a predicar con el ejemplo, intentará desenmarañar el ovillo de su única neurona a orillas del la nacional 634, como de costumbre. Por cierto, es posible meter en la letra de una canción el zinc, así como si tal cosa? Solamente los grandes poetas coetaneos parecen capaces.
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