El chasquido de la rodilla pasó inadvertido en el atronador silencio, que como cantaban los Creedence precedió a la inevitable tormenta. Siempre ocurre que lo más evidente se nos esconde justo cuando acontece delante de nuestros ojos. Apenas unos pocos de los miembros de la compañía de baile barruntaron que algo no iba bien. La cara de niña, que se adhería por entonces con tersura a un rostro triangular de barbilla adelantada, acababa de perder en ese fatídico instante el brillo de la candidez. Lo haría para siempre. Podéis entrar en Fnac y daos un garbeo por la sección de deportes. Siempre está colmada de historias de superación, todas esas que no arrancan muy diferente a ésta, en las que el ave fénix no tarda en remontar el vuelo, una vez se ha contado pormenorizadamente la heroica prueba de superación sorteada no sin el pertinente calvario. Por el contrario, aquí, como en la vida, no habrá final feliz.
Muchos años después, solamente la gastada teoría del caos podría enlazar con dificultad el infausto aleteo de los dorsos de las manos en el escenario, que jugaría el papel de inoportuna mariposa, con el doloroso despertar que acababa de padecer el bueno de Mr. Grill, postrado en la sala de reanimación del hospital. Seguramente el aturdimiento y el dolor emergente de éste se vieron agravados cuando comenzó a sopesar cómo coño se colocaría las gafas, una vez había asumido la pérdida de sus apéndices auriculares. En realidad, la verdadera noticia estaba en que iba a resultar la primera decisión que afrontaría en su vida. Aunque resulte paradójico, Mr. Grill era un individuo destinado a regresar a la nada de la que vino sin haber elegido nunca para sí. Un ingente dispendio de átomos de carbono repletos de nada, que una vez dejó de alimentar el triunvirato del superyo que conformaban sus padres, los amigos y lo esperable, de igual forma que Imperio Romano y también sin solución de continuidad, depositó su futuro en la tiranía imperial de su cesarina. Un clásico sobre el que no nos conviene profundizar.
Todo se había torcido un jueves negro. Sometida nuestra bailarina a los efluvios de la expectativa del reencuentro, un balance en quiebra técnica entre los previsto y lo realizado había colmado el vaso de su perpetua zozobra, propiciando que el big bang ocasionado por el contacto entre el rojo y el negro de la sinapsis de su cabeza, le arrojara de cabeza en búsqueda de sus castañuelas afiladas. Las mismas que graciosamente habían castañeteado cuando el ligamento interno de su rodilla derecha dijo basta y que guardaba como recuerdo de lo que pudo ser y no fue. Por su cabeza en ese instante de furia solo pasaba la imagen de las horas que echó con el formón y la lija para dejarlas con el filo de la mejor guillotina de la Plaza de la Concordia parisina e irremediablemente también, el número de veces en las que había fantaseado con seccionarse la yugular con ellas. Un canto del cisne en toda regla que había tomado cuerpo horas antes, cuando volvió a verlo junto a ella. El gran Francis Veil, reputado bon vivant, contaba entre sus múltiples activos con la capacidad para generar la misma cantidad de hartura que de admiración entre sus partenairs. Lo que resultaba una esquizofrenia galopante para aquellas más débiles y, a la vez, un tesoro por explorar para las que sabían separar de un machetazo el rábano de las hojas, como era el caso de su compañera de charleta. El brillo de los ojos anunció a las claras que el drama estaba servido. La silente carcoma había ganado la batalla dentro del interior de nuestra protagonista, universo en el que todos los elementos se habían conjurado hacia el desastre, de igual forma que lo hicieron contra la patriótica Armada Invencible: envidia, celos y, muy especialmente, la insufrible sensación de haber resultado una más. Sin duda, lo más lacerante para un tipo de persona como nuestra artista, cuya autoestima no tiene por costumbre haber viajado más allá del calorcito que proporciona la pelusa en la sima de su ombligo.
Una vez ajustado el cordón y con el filo del punto y los labios de la castañuela debidamente comprobados, acudió sin remisión a castigar a su víctima. Esa enteramente responsable de no haberla sacado del sendero de la mediocridad por el que discurría su convivencia. Con lo que ella valía, le haría pagar por ello. Ya tenemos el motivo. Unos Air Pods de sonido envolvente y asilantes del mundo se enrolarían en el papel de cooperadores necesarios en esta tragedia de delito de lesiones consumado. El imprudente recostado de la cabeza sobre el brazo mullido del sofá propiciaría la oportunidad clamororsa. El resto de la sangrienta amputación es historia de un atestado de municipales y un breve en las páginas de sucesos del diario gratuito local. Como de costumbre, los caminos a la notoriedad esperada son intricados y rara vez alcanzan la magnitud deseada. C'est la vie.
P.S.: No hace falta ni que lo diga, pero la historia y los protagonistas de este relato son producto de la imaginación de un imbécil venido a más. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. I lied but who cares, que cantan los Morgan.
Muchos años después, solamente la gastada teoría del caos podría enlazar con dificultad el infausto aleteo de los dorsos de las manos en el escenario, que jugaría el papel de inoportuna mariposa, con el doloroso despertar que acababa de padecer el bueno de Mr. Grill, postrado en la sala de reanimación del hospital. Seguramente el aturdimiento y el dolor emergente de éste se vieron agravados cuando comenzó a sopesar cómo coño se colocaría las gafas, una vez había asumido la pérdida de sus apéndices auriculares. En realidad, la verdadera noticia estaba en que iba a resultar la primera decisión que afrontaría en su vida. Aunque resulte paradójico, Mr. Grill era un individuo destinado a regresar a la nada de la que vino sin haber elegido nunca para sí. Un ingente dispendio de átomos de carbono repletos de nada, que una vez dejó de alimentar el triunvirato del superyo que conformaban sus padres, los amigos y lo esperable, de igual forma que Imperio Romano y también sin solución de continuidad, depositó su futuro en la tiranía imperial de su cesarina. Un clásico sobre el que no nos conviene profundizar.
Todo se había torcido un jueves negro. Sometida nuestra bailarina a los efluvios de la expectativa del reencuentro, un balance en quiebra técnica entre los previsto y lo realizado había colmado el vaso de su perpetua zozobra, propiciando que el big bang ocasionado por el contacto entre el rojo y el negro de la sinapsis de su cabeza, le arrojara de cabeza en búsqueda de sus castañuelas afiladas. Las mismas que graciosamente habían castañeteado cuando el ligamento interno de su rodilla derecha dijo basta y que guardaba como recuerdo de lo que pudo ser y no fue. Por su cabeza en ese instante de furia solo pasaba la imagen de las horas que echó con el formón y la lija para dejarlas con el filo de la mejor guillotina de la Plaza de la Concordia parisina e irremediablemente también, el número de veces en las que había fantaseado con seccionarse la yugular con ellas. Un canto del cisne en toda regla que había tomado cuerpo horas antes, cuando volvió a verlo junto a ella. El gran Francis Veil, reputado bon vivant, contaba entre sus múltiples activos con la capacidad para generar la misma cantidad de hartura que de admiración entre sus partenairs. Lo que resultaba una esquizofrenia galopante para aquellas más débiles y, a la vez, un tesoro por explorar para las que sabían separar de un machetazo el rábano de las hojas, como era el caso de su compañera de charleta. El brillo de los ojos anunció a las claras que el drama estaba servido. La silente carcoma había ganado la batalla dentro del interior de nuestra protagonista, universo en el que todos los elementos se habían conjurado hacia el desastre, de igual forma que lo hicieron contra la patriótica Armada Invencible: envidia, celos y, muy especialmente, la insufrible sensación de haber resultado una más. Sin duda, lo más lacerante para un tipo de persona como nuestra artista, cuya autoestima no tiene por costumbre haber viajado más allá del calorcito que proporciona la pelusa en la sima de su ombligo.
Una vez ajustado el cordón y con el filo del punto y los labios de la castañuela debidamente comprobados, acudió sin remisión a castigar a su víctima. Esa enteramente responsable de no haberla sacado del sendero de la mediocridad por el que discurría su convivencia. Con lo que ella valía, le haría pagar por ello. Ya tenemos el motivo. Unos Air Pods de sonido envolvente y asilantes del mundo se enrolarían en el papel de cooperadores necesarios en esta tragedia de delito de lesiones consumado. El imprudente recostado de la cabeza sobre el brazo mullido del sofá propiciaría la oportunidad clamororsa. El resto de la sangrienta amputación es historia de un atestado de municipales y un breve en las páginas de sucesos del diario gratuito local. Como de costumbre, los caminos a la notoriedad esperada son intricados y rara vez alcanzan la magnitud deseada. C'est la vie.
P.S.: No hace falta ni que lo diga, pero la historia y los protagonistas de este relato son producto de la imaginación de un imbécil venido a más. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. I lied but who cares, que cantan los Morgan.
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