La matanza del día de San Valentín

Entre los actuales celtíberos es costumbre despedirse de los finados con un torrente de elogios capaz de hacer pasar un ponche segoviano por un alimento de los encuadrados en la tablilla del nutricionista encargado de la dieta de las componentes del equipo femenino de gimnasia rítmica de la extinta RDA. Esta circunstancia, siempre anclada en mi meninge, y la sobredosis de edulcorantes, que ya trae por sí sola la conmemoración del 14 de febrero, me han puesto en alerta ante la conmoción, leve cierto es, que me han provocado los recientes decesos de un par de celebridades. Ambos finados siempre portadores ostentosos de todas aquellas virtudes que nunca me fueron dadas y senderistas perpetuos de los intrincados caminos del éxito. A saber, con todos los ingredientes para poner mi vesícula biliar a trabajar al ritmo de los altos hornos a mediados de los setenta de la centuria pasada y sacar partido ventajoso de esa última derrota, precipitada en uno de los casos y apresurada en ambos. Me estaré ablandando con la vejez. No puede ser de otra forma.

Bryant fue capaz de hacerme retirar la mirada de la televisión cuando manoseaba un balón antes de un último tiro que sabía traspasaría el aro como una daga en mi corazón verde. Gistau, de cuyas columnas era lector impenitente, pese a que conocía su final antes de empezar, y siempre con esa mezcla esquizofrénica entre mandarlo a tomar por culo y seguir relamiéndome con una prosa fuera del alcance de los que apenas resultamos simples mortales. Uno, figura de relumbrón en los Lakers. El otro en la primera línea de combate de la carcunda nacional de realmadrid y rojigualda. Características que conformarían sin dificultad mi anticristo. Y, sin embargo, prendado de ambos. Va ser que uno tiene una identidad realmente masoquista o es más raro que un perro verde, de los Celtics, eso sí. Quizás, simplemente, que las palabras de Sócrates en El Banquete de Platón, cuando expone la tesis sobre el amor de Diotima de Mantinea y lo califica como un impulso a contemplar la belleza, algo de razón lleven, frente al monismo recalcitrante por el que siempre apuesto cuando me encuentro en mis cabales. Viva el espíritu de la contradicción.


Una peculiaridad que tiene uno: celebremos como procede. Los tiempos de Youtube nos regalan idas y vueltas en el tiempo y en el espacio sin perder un átomo en el transbordo, pero también nos homogeneizan hasta extremos insospechados y por ello traen consigo la imposibilidad manifiesta de pergeñar una existencia, consciente de su excepcionalidad, flotando a duras penas por no diluirse en lo universal, como el otro Soren, que no se apellida Lerby, aplaudiría entusiasta, si alguna vez el célebre pesimista ejercitó el entusiasmo. Así son las cosas. Corren malos tiempos para engolar la autoestima cuando sabes que vas a llegar presuntuoso con tu nueva habilidad incorporada y, no ya ante un aforo especializado en la misma, sino ante tu propia prole, menor de edad, la mejor respuesta posible es del estilo: "pues hay una niña china en Youtube que lo hacía antes y bastante mejor". Podéis aplicarlo al dibujo, la música, el bricolaje, los deportes, la cocina o cualquier disciplina que se os antoje. Para echarse a llorar. Luego dicen que la gente realza un tanto sus descripciones en los perfiles de Linkedin; qué no se verán obligados a hacer en Tinder, cuando entran en juego los primeros escalones de la pirámide de Maslow. Tropelías al alcance de cualquiera sometido a un evidente estado de necesidad. Absuélvase al reo, que bastante tiene con el bochorno.

P.S.: No sería apropiado por mi parte dejaros sin la receta de los clásicos para esta zozobra personal por la que tenemos que transitar. La literatura leída y la cantada están repletas de réplicas de la célebre sentencia "In vino veritas", imputada a Plinio el Viejo. Nunca me ha funcionado, pero me temo que su éxito está en la dosis. Sirva el ejemplo:



  





  

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