No hace una semana que la libertad de Assange tocó a su fin. Así al menos ha sido anunciado por los juntaletras de la meseta, esos que titulan a coro sobre su detención. Tratando de no distraerme demasiado, he de reconocer que este gremio, el de los periodistas, me resulta, con mucha frecuencia, el top uno de la lista de muchedumbre que más sofocos me provoca. Quizás, lo que más admiro, con una buena dosis de incredulidad, es su arrojo para resumir en un slogan situaciones tan complejas como la del ínclito australiano. Siempre explicaba esta temeridad redactora como resultado de la simple vanidad: quién está en condiciones en este país para citar el nombre de un solo ingeniero industrial, que no sea su último sobrino exiliado en el IV Reich y quién es incapaz de recitar de carrerilla la alineación de comunicadores a sueldo de las mañanas radiofónicas. Ahora bien, raro se me hace cuando las retribuciones en el gremio han quedado para las starlets y su posición como mercenarios no merece duda. Me sigo preguntando cómo les alcanza para convivir con tanta simplicidad.
Asumir con tanta naturalidad que el estado del gestor de Wikileaks ha cambiado a detenido, implica necesariamente que nuestro rubio oxigenado se encontraba en libertad. Y se me ocurren no menos de cuarenta sitios, si queréis el listado lo guardo en el to-do de cosas que hacer cuando me toque el euromillón, para pasar siete años enjaulado antes que la embajada de Ecuador en Londres. Sí, exclusivamente cuarenta porque soy un tipo de escasa imaginación hasta para soñar. La degradación del lenguaje y el soporte del papel y la tinta lo aguantan todo. Como de costumbre, carezco de juicio para el fondo del asunto. Miro con desdén a los héroes solitarios, aunque vengan de las antípodas a salvarme. La náusea que me producen puede encontrarse a la altura de la repugnancia que me generan los poderes fácticos, esos que un día te montan un escándalo sexual y al siguiente, amortizado el escándalo, simplemente dicen que no te aseas, todo ello con la connivencia del cuarto poder, que, como bien sabemos, nunca dejó de estar a sueldo de los tres primeros. Entre Robin Hood y el Sherif de Nottingham, sin dudar me quedo con Lady Marian. Sin embargo, a pesar de mi natural displicencia, todavía me retumba en las meninges el significado de la palabra libertad que utiliza esta gente con tanta ligereza. Y eso no es buena noticia.
Como leía en un acertado tuit esta misma mañana, madurez es dejar un vasito de agua en la mesilla, por si te entra sed durante la madrugada. Pero, si con algo riega al conocimiento el simple paso del tiempo es con la moderación en el uso de las grandes palabras: uno se toma muchas cautelas antes de arrojarse a pronunciar vocablos que arrastran significados de la magnitud de los que traen consigo conceptos como la libertad. Si se me permite el paralelismo básico que os arrojo, uno ya no ve una heladería de paseo marítimo, con sus tropecientas tarrinas, que disponen de una paleta de colores que supera el 4K de tu último TV, como paradigma de la libertad. Incluso aunque tenga helado con sabor a nube, cuyo olor dispone de una descripción tan imbricada que se escurre entre los dedos de la mano de los insignes creativos publicistas, mientras, su desempeño en nuestras papilas gustativas, resulta haber sido concretado por los maestros del refrigerio dulce, jódete Süskind!. Antes de confrontar con la responsabilidad de elegir, interesante vector libertario, que merece reflexión aparte, uno, confrontado con ese paradigma opcional, se bate en duelo a muerte con sus niveles de glucosa en sangre, las sabias recomendaciones de su cardiólogo y hasta con las atentas observaciones familiares, que, a fin de cuentas, sobrevivieron al trauma de vislumbrar tu silueta en bañador hace escasa horas.
No alcanzo a imaginar qué sensación de libertad ha alcanzado el señor Assange montado sobre sus patines. Supongo que parecida a la de una empleada de Carrefour, de esas que atraviesan la nube de asteroides de un atestado pasillo de hipermercado para llevar el cambio. Sin embargo, sí puedo asegurar que, dejando al margen inabordables dicotomías libre albedrío vs. determinismo, sobre las que me declaro ignorante perpetuo, la libertad con la que llenamos nuestra verborrea y que se disfruta de siglo en siglo a partir de los cuarenta, apenas alcanza a los inanes estertores del insecto alado que, producto de su mal fario, ha culminado su vuelo rasante pegado a la telaraña. Apuesto mi peculio a que los pelos que recientemente osan florecer con esplendor amazónico en las cavidades de mis pabellones auditivos y en la espalda, no son propios, sino el resultado de la proximidad de las ocho velludas patas del quelicerado, salivando con ganas de festín.
P.S. Como siempre, después de unas decenas de renglones colmados de bobadas, un enlace interesante de verdad, que recoge la mejor definición del ser humano que he leído en mucho tiempo, obra de Amos Tversky.
P.S Bis. Antes participar en el simulacro de ejercicio de la libertad del próximo día 28 y volver a coger la tarrina pequeña de turrón, disfrutad del inevitable topping musical. Igual ha llegado la hora de quitarnos de en medio.
Asumir con tanta naturalidad que el estado del gestor de Wikileaks ha cambiado a detenido, implica necesariamente que nuestro rubio oxigenado se encontraba en libertad. Y se me ocurren no menos de cuarenta sitios, si queréis el listado lo guardo en el to-do de cosas que hacer cuando me toque el euromillón, para pasar siete años enjaulado antes que la embajada de Ecuador en Londres. Sí, exclusivamente cuarenta porque soy un tipo de escasa imaginación hasta para soñar. La degradación del lenguaje y el soporte del papel y la tinta lo aguantan todo. Como de costumbre, carezco de juicio para el fondo del asunto. Miro con desdén a los héroes solitarios, aunque vengan de las antípodas a salvarme. La náusea que me producen puede encontrarse a la altura de la repugnancia que me generan los poderes fácticos, esos que un día te montan un escándalo sexual y al siguiente, amortizado el escándalo, simplemente dicen que no te aseas, todo ello con la connivencia del cuarto poder, que, como bien sabemos, nunca dejó de estar a sueldo de los tres primeros. Entre Robin Hood y el Sherif de Nottingham, sin dudar me quedo con Lady Marian. Sin embargo, a pesar de mi natural displicencia, todavía me retumba en las meninges el significado de la palabra libertad que utiliza esta gente con tanta ligereza. Y eso no es buena noticia.
No alcanzo a imaginar qué sensación de libertad ha alcanzado el señor Assange montado sobre sus patines. Supongo que parecida a la de una empleada de Carrefour, de esas que atraviesan la nube de asteroides de un atestado pasillo de hipermercado para llevar el cambio. Sin embargo, sí puedo asegurar que, dejando al margen inabordables dicotomías libre albedrío vs. determinismo, sobre las que me declaro ignorante perpetuo, la libertad con la que llenamos nuestra verborrea y que se disfruta de siglo en siglo a partir de los cuarenta, apenas alcanza a los inanes estertores del insecto alado que, producto de su mal fario, ha culminado su vuelo rasante pegado a la telaraña. Apuesto mi peculio a que los pelos que recientemente osan florecer con esplendor amazónico en las cavidades de mis pabellones auditivos y en la espalda, no son propios, sino el resultado de la proximidad de las ocho velludas patas del quelicerado, salivando con ganas de festín.
P.S. Como siempre, después de unas decenas de renglones colmados de bobadas, un enlace interesante de verdad, que recoge la mejor definición del ser humano que he leído en mucho tiempo, obra de Amos Tversky.
P.S Bis. Antes participar en el simulacro de ejercicio de la libertad del próximo día 28 y volver a coger la tarrina pequeña de turrón, disfrutad del inevitable topping musical. Igual ha llegado la hora de quitarnos de en medio.
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