Me manejaba hace unos días por la prensa digital cuando entre dislates, bravuconadas de iluminados convencidos de sí mismos y demás pilas de estiércol que acumulan los establos de las redacciones, se me presentó uno de esos titulares escabrosos que no pude dejar pasar. El imprudente click pretendió adentrarme en un cónclave de sujetos sin mayor interés que su confesa adicción a comer. Seguramente, empatizado porque ubicarme en sus zapatos me resulta más sencillo que a Cenicienta le queden como un guante un par de los célebres manolos, concedí un par de minutos de mi ufano devenir a leer sus miserias vitales, tan previsibles como el casting de un programa de televisión. Ya imaginaréis, nada diferente, el excusómetro por las nubes y la responsabilidad del individuo viajando hacia las lunas de Saturno sin billete de vuelta en la sonda Cassini. Os podría deleitar con mi mejor bilis para tan lamentable recua de exhibicionistas, pero además de sencillo y gratuito, me distanciaría de lo que realmente me mantiene algo inquieto: la gestión del imposible.
Me reitero hasta la saciedad cuando propongo extirpar el idelaismo y su corolario el wishful thinking de nuestro modo de proceder. Habréis observado que sin éxito alguno. Pero, no pierdo el aliento. De este modo, recurriendo a acontecimientos no tan lejanos en el tiempo, me trastorna mucho más la sorpresa impostada del stablishment políticamente correcto por la supuestamente excesiva recaudación de sufragios de unas siglas tardofranquistas, que por el hecho en sí mismo. Acaso no sabemos quiénes nos rodean, su implacable nostalgia sociológica, sus lagunas formativas, el aplauso fácil que las soluciones sencillas del mito recaban. Yo lo tengo bastante claro. Aliñemos con la pesada incertidumbre, unas gotitas de decrepitud de Bajo Imperio Romano en las estructuras del ambiente y la ensalada fascista está preparada. Podemos mirar el dedo y hablar de la campaña de los mass media, podemos enzarzarnos sobre si el calificativo fascista les alcanza en puridad o, serenamente, podemos asistir a otro sopapo de la cruda realidad. Personalmente, prefiero esto último. Si bien sigo sosteniendo que asumir la derrota es un gesto económico apropiado, os mentiría si no reflejara las dudas que me genera como remedio. Porque una explicación no es un remedio, este necesita de unas dosis de consuelo, que la primera no dispone más allá del plano intelectual.
Así que, como de costumbre, apenas vislumbro una solución cuando arriba una nueva incógnita con la que dejaros como estabais. Vale, evitamos el displacer, nos ahorramos el gasto energético de luchar en batallas perdidas de antemano, conservamos recursos para menesteres de mejor rédito, ya, todo cojonudo hasta que aparece el agente distorsionador por excelencia y derriba el castillo de naipes con un insignificante soplido que anula por completo nuestra famélica fuerza de voluntad. Y, de nuevo, nos damos de bruces con la encrucijada de dos callejones sin salida: salimos corriendo, como mi reputada cobardía aplaudiría, entrenamos nuestra resistencia por la burda repetición y nos exponemos al alérgeno en pequeñas dosis in crescendo. Lo primero es sabio, pero no va a ocurrir, los pequeños instantes de deleite son demasiado golosos en nuestras intrascendentes vidas como para poner pies en polvorosa. Lo segundo tampoco, el tratamiento no aporta mejoría alguna: el eterno retorno del placer a la culpa no es un sendero que se desgaste con el tiempo para nuestra desgracia.No se siquiera si la célebre resignación es un bálsamo de enjundia en estas lides. A mí, no me lo parece.
P.S. A veces los sabios apenas proponen boquear como los peces en sus terribles villancicos.
Me reitero hasta la saciedad cuando propongo extirpar el idelaismo y su corolario el wishful thinking de nuestro modo de proceder. Habréis observado que sin éxito alguno. Pero, no pierdo el aliento. De este modo, recurriendo a acontecimientos no tan lejanos en el tiempo, me trastorna mucho más la sorpresa impostada del stablishment políticamente correcto por la supuestamente excesiva recaudación de sufragios de unas siglas tardofranquistas, que por el hecho en sí mismo. Acaso no sabemos quiénes nos rodean, su implacable nostalgia sociológica, sus lagunas formativas, el aplauso fácil que las soluciones sencillas del mito recaban. Yo lo tengo bastante claro. Aliñemos con la pesada incertidumbre, unas gotitas de decrepitud de Bajo Imperio Romano en las estructuras del ambiente y la ensalada fascista está preparada. Podemos mirar el dedo y hablar de la campaña de los mass media, podemos enzarzarnos sobre si el calificativo fascista les alcanza en puridad o, serenamente, podemos asistir a otro sopapo de la cruda realidad. Personalmente, prefiero esto último. Si bien sigo sosteniendo que asumir la derrota es un gesto económico apropiado, os mentiría si no reflejara las dudas que me genera como remedio. Porque una explicación no es un remedio, este necesita de unas dosis de consuelo, que la primera no dispone más allá del plano intelectual.
Así que, como de costumbre, apenas vislumbro una solución cuando arriba una nueva incógnita con la que dejaros como estabais. Vale, evitamos el displacer, nos ahorramos el gasto energético de luchar en batallas perdidas de antemano, conservamos recursos para menesteres de mejor rédito, ya, todo cojonudo hasta que aparece el agente distorsionador por excelencia y derriba el castillo de naipes con un insignificante soplido que anula por completo nuestra famélica fuerza de voluntad. Y, de nuevo, nos damos de bruces con la encrucijada de dos callejones sin salida: salimos corriendo, como mi reputada cobardía aplaudiría, entrenamos nuestra resistencia por la burda repetición y nos exponemos al alérgeno en pequeñas dosis in crescendo. Lo primero es sabio, pero no va a ocurrir, los pequeños instantes de deleite son demasiado golosos en nuestras intrascendentes vidas como para poner pies en polvorosa. Lo segundo tampoco, el tratamiento no aporta mejoría alguna: el eterno retorno del placer a la culpa no es un sendero que se desgaste con el tiempo para nuestra desgracia.No se siquiera si la célebre resignación es un bálsamo de enjundia en estas lides. A mí, no me lo parece.
P.S. A veces los sabios apenas proponen boquear como los peces en sus terribles villancicos.
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