La Isla de los Leprosos

Es verdad que hubo un momento de duda sobre uno mismo. Estaba seguro de haber realizado un examen notable, resultado de su no demasiado rebuscadas preguntas y a la buena sombra que facilita el manual para sus pertinentes consultas. Pero, como dicen de los perros golpeados, cuatro años de paro son un tiempo suficiente para que el más recalcitrante autoconvencimiento se diluya sin oposición al albur de la nana tan escuchada del "ya te llamaremos". La tensa espera concluyó para bien. Con la previsible llamada al móvil, un par de segundos de contención de la respiración y una elección no menos esperada, pero que se hacía de rogar más de la cuenta. Esa es la primera de las diferencias que voy a señalar respecto de las celebrities; éstas al manejarse por la vida con agentes, uno supone que las malas nuevas le son transmitidas con el contenido en edulcorante suficiente como para neutralizar el amargo sabor de la decepción. A la chusma, la verdad nos gusta cruda y desde luego no nos dan a elegir.

La precariedad también dispone de otras ventajas evidentes, así en lugar de desalojarte por las bravas de un helicóptero sobre el océano, lo más que padeces como seleccionado es la bola de sardinas que se conforma frente a las listas de asignación del puesto donde vas a desempeñar tus tareas laborales. Menos glamouroso pero también con mucho menos vértigo. La convivencia en la isla de pupitres también pende de un hilo como en las arenas blancas de Honduras. Se pasa rápido de la solidaridad al odio. A buen seguro que un centenar de manuales de psicología explican esta circunstancia que señalo y que siempre arraiga con fuerza a la sombra de los desesperados. Mezclado con esta purrela, pero no agitado, no pierdo la ocasión de observar mientras miro. Me atraen los comportamientos gregarios y el estigma que porta cada uno, que como es sabido nos etiqueta mejor que la agenda de contactos del Outlook. Los grupos y subgrupos se presentan de forma cristalina a la mirada del sujeto más despistado.

Las cervicales de este Atlas con pies de barro, que esforzadamente sustenta el entramado, las conformamos los numerosos agentes en plantilla. Como la infantería de primera línea somos carne de cañón y mermamos en número en cada envite. Casi la totalidad mezclamos a partes iguales el realismo más desencantado con la bizarra brisa de haber pillado el último tren. A todas luces salta a la vista que no han venido a buscarnos a las mejores universidades. Quien más quien menos ha renovado una decena de veces la demanda de empleo. Con las expulsiones de la casa dos veces por semana, la solidaridad se diluye a la velocidad del alka seltzer y el duelo del viudo, cuando decapitan a tu compañero de pupitre, no llega a las 24 horas, soterrado por el suspiro de no haber protagonizado el papel de María Antonieta en este drama. El imposible encaje entre el humo del crecepelo, que emana de los principios rectores de la buena gestión de los RRHH, con la realidad vivida más propia de cabaña merina daría para un capítulo aparte y, sobre todo, para unas muy merecidas ejecuciones sumarias de unos cuantos coaches. 

La pasta del sandwich resulta de la amalgama de reclutas ascendidos, veteranos de guerra y convictos de otras campañas que penan sus condenas bajo la atenta mirada del alguacil de la contrata. A duras penas se mantienen a flote en las procelosas aguas que se forman al albur de la envidia de los de su clase y condición y el desdén de "estos son los listos?" que groseramente expresa el entrecejo de los funcionarios. Entre el proletario hay pocos momentos de felicidad a la altura de la que proporciona verlos cuando el funcionario da la vuelta a su hormigonada faz y el cipayo resopla, tras haber gastado dos docenas de sus mejores sonrisas apenas premiadas con el calmante de la condescendencia. Lo pasan mal y el lumpen se alegra de ello.

Porque si hablábamos de capítulo aparte, quienes merecen un libro entero son los funcionarios que amablemente nos presta la Administración Tributaria como apoyo. Su nivel en la escala de Richter/L'Oreal "porque yo lo valgo" hace tiempo que abandonó el grado asignado a la devastación para culminar en la posición de apocalipsis. Su comportamiento sustentado en el pilar moral del "yo aprobé el examen, qué hacías tú entonces perezosa cigarra?" se desenvuelve con la altanería del mejor emperador autoproclamado en misa parisina. Todos los estereotipos del cuñadismo nacional se muestran de forma descarnada: desayunos que en tiempo que tienden a más infinito, cobijo rápido en el despacho para repasar el Whatsapp cuando más arrecian las manos levantadas y miradas perdidas de camarero que no quiere ver. Entre tanta autoestima sobredimensionada, apenas tintinean destellos de vocación docente entre la más amplia minoría de ellos, permitiendo congratularse por la subsitencia milagrosa de semejante comportamiento empático dentro de la zafia carrera evolutiva que llevamos camino de convertir al ombligo en algo más que el depósito de grasa, jabón y roña que nunca debió dejar de ser.

Tras la cristalera, en un ecosistema de Olimpo del todo inmerecido, juegan sus partidas de naipes los curritos de la contrata. Haciendo como que hacen y aprovechando para afilar el mandoble los días que no andan ocupados en eliminar los restos del último uso. Colmados de deidad, repletos de ignorancia, las redacciones de sus notas informativas es seguro que no pasarían la célebre reválida de primaria, sus modos y formas de gestionar los ceses pondrían los pelos de punta en la escuela de management del más cutre CCC y el insolente manejo de su poder empataría sin dificultad ante el despotismo más trasnochado del sátrapa bananero.

Así y todo, cuando el barquero Caronte amablemente te invita a abandonar esta orilla, que ya es la equivocada, inevitablemente resurge un regusto amargo como corresponde al penúltimo paso de este twist of fate

P.S. Otra vez el arquitecto de canciones pasado por el turmix de la distorsión y el desenfreno del metrónomo.
        

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