Unas veces se gana...

Demos las gracias a la socialdemocracia sueca. Una vez más ese país, a la vanguardia entre los avanzados, aporta su conocimiento para el bien de la humanidad, en otro acto de generosidad sin límite. Igual que en tiempos pretéritos nos asombraron con las mozas en bikini, no hace tanto, nos convencieron para comprar los muebles que acarreas y montas tu solito, en acto insólito de temeridad para la puesta a prueba de la resistencia de las relaciones familiares (ahora ya sabéis porqué sus tornillos son para llave allen pequeñaja y no para llave inglesa o grifa) o, también en los últimos años, nos han presentado a la plebe los herederos al trono con pareja de costumbres distraídas. De nuevo, estamos en deuda con la corona escandinava, en esta ocasión por la sorprendente, increíble y del todo impronosticable revelación del genetista sueco Peter Savolainen. Este hombre, con nombre de volantista triunfador en cualquier edición del vecino Rally de los 1.000 Lagos, nos ha confirmado, tras agotadoras jornadas de laboratorio y tortuosas convenciones en las Seychelles y Bali, que el maldito chucho de la vecina, ese cuadrúpedo simpaticón, que nunca olvida dejar su impronta matutina bien impregnada en la acera de tu barrio, allí precisamente donde la azarosa entropía dirige sin remisión la suela de tu zapato, resulta que procede de China. Sí, efectivamente, de igual forma que la tele de tu salón, el iPhone de tu cuñado, los juguetes de la niña, el regreso a las condiciones de la esclavitud en las relaciones laborales, la devastación del medioambiente y el jersey de Zara que pillaste ayer (tú, cabronazo, que entras en las tallas del maestro gallego de los negocios que pone a niños a coser en fábricas que se desmoronan con ellos dentro, se aprecia resquemor?), todo ésto, junto con el pérfido can y sus caudalosas excreciones, proceden de ese lugar del mundo donde se sorbe la sopa sin que nadie te propine el merecido capón que mereces por tamaña falta de educación. Os imagino desmayados por el impacto del hallazgo. Y es que a menudo, las obviedades laceran con más crudeza, por esperables y, especialmente, por haber pasado largo tiempo inadvertidas. No hay más que ver el estrago ocasionado por el candidato Kent en el ánimo de Mariano el del plasma por haberlo calificado tal y como se nos presenta a un buen número de compatriotas.

Volviendo a los terrenos científicos de la verdad revelada, antes de irnos por los célebres cerros de Úbeda, estaría bien que una horda de investigadores escandinavos nos terminara de aclarar, no ya por qué demonios todo viene de China sino quién puso allí a toda esa gente, que, con solo venir corriendo en tropel cogidos de la mano, nos sacarían al mar a todos los europeos por Lisboa. Sin embargo, conocida mi afición por el senderismo de resultado baldío, casi a la altura de mi admiración por los "pedófilos" scouts, hoy voy a dedicar más tiempo perdido a la trivialidad de las obviedades que a los hijos de Mao. Una de ellas, transformada en aforismo, es la que se mantiene enganchada estos días en la sinapsis de la única neurona, que regenta la oquedad de mi cráneo. Se refiere a discutir con un imbécil, el cual seguro te hará descender a su nivel, lugar donde te aplastará por su conocida experiencia. Aseguro que se ha agarrado con fuerza a raíz de los recientes intercambios de pareceres entre los nuevos regentes del excelentísimo ayuntamiento madrileño, a los que miro con cierto desdén, y su querida oposición (aquí es donde aparece el imbécil), encarnada en la señora esa liberal thatcherista, que lleva desde los 25 años viviendo del erario público, con motivo de la inclusión de actrices en el papel de rey mago en un número que no puedo precisar de cabalgatas de distrito capitalino. La ocurrencia, funesta a mi escaso juicio, no es colocar varón o mujer en el cenit de la carroza; a fin de cuentas replicar el travestismo en la interpretación, es recurrir a un manido género, con historia y enjundia desde los tiempos de Tootsie o la Sra. Doubtfire, sin olvidar una de las mejores escenas de la comedia filmada como es la lapidación de Matías, hijo de Deuteronomio de Gaza, en la Vida de Brian. La torpeza mayúscula es inmiscuirse en asuntos que no te incumben, como son los que se refieren al vodevil que montan los discípulos de las Escrituras, que, como bien sabemos de sobra, tienden a desconocer en una inmensa mayoría lo que se dice en ellas, incluido el inexistente pasaje de tres reyes magos de oriente. Ahora bien, si, con el fin de engañar a su prole, por el ojo de la aguja de estos mentecatos pasa un individuo de tez abetunada como negro, pero no un humano con ovarios en lugar de canicas en bolsa escrotal, es su problema, especialmente el de su pazguata percepción visual. No tiene arreglo y no van a cambiar de opinión, apuntarás tu derrota retórica como otra muesca más de las tropecientas incongruencias con las que aderezan sus idolatrías, pero saldrás zaherido por no dejarles hacer lo que les venga en gana con sus pueriles representaciones. Que se empieza por hacerles gratis el asesoramiento artístico y se termina con los bautizos y las comuniones civiles.

Hay normas de supervivencia que deberían venir de serie en las escasas entendederas con las que todo ser humano nace y, muy especialmente, en las de uno sometido al escudriñamiento diario. Una de ellas es la deliciosa "para qué gastar el tiempo en convencerte", que coloca a modo de verso Amaral en una de las canciones de su último disco. Al final el talento es eso, decir en siete palabras mucho más que en 956.






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