Terminar octubre en el sur del Tirol siempre es duro. Todavía arrastra uno sin querer el recuerdo en el paladar de aquellos escasos días luminosos del año que acaban de terminar, a la par que le inquieta el regusto amargo que genera saber que lo verdaderamente puñetero está por venir. El agua se muestra pertinaz y no tardando cristalizará, por lo que en pocos días la cellisca dará paso a los fractales de hielo que lo cubrirán todo. Vaya usted a saber si a causa del funesto destino climatológico, los escasos transeúntes, que a primera hora de la mañana caminan apresurados por la Vía Dante, apenas levantan la mirada del gris de las impolutas aceras, como si escudriñaran cada centímetro del surco de las baldosas en busca del Santo Grial. Roberta va bien pertrechada. Acaba de ajustar el último dedo en el guante de lana y enfundar todo el perímetro del cálido cuello con su preciada bufanda de veintidós puntos. Sin embargo, no está para pesquisas, lleva prisa, vive siempre cumplimentado una lista de tareas humanamente inabordable. En cuanto a la vajilla del Señor, ésta sólo le ocuparía desde el punto de vista de su limpieza, apta para lavavajillas o si, de no resultarlo, tendría que realizar la tarea despellejándose las manos en el agua hirviendo, tal y como se ve obligada a hacer en casa de su señora, los días que la ostentosa anfitriona sirve la vitualla en los malditos platos de Limoges, al parecer, intolerantes al Calgonit y al látex de los guantes.
A las seis y media de la mañana, la ciudad da sus primeros síntomas de vida entre legañosos bostezos. Por el contrario, de la boca de Roberta apenas emanan sigilosos quejidos y alguna maldición en perfecto arameo sobre el mejorable estado de sus lumbares, especialmente cuando trastabilla en el acelerado paso que la lleva por el adoquinado de Marconistrasse en pos del autobús que la devolverá a casa. No ha sido una buena noche, al menos para ella. Trae consigo de serie, se entiende que a través de la replicación del adn de papá, una elevada conciencia de clase y, por el estado en el que ha quedado la sala, está segura, al cien por cien, que ayer la burguesía del alto Adigio lo pasó en grande. Lo que molesta especialmente cuando se sabe a ciencia cierta que la suerte de la clase dirigente es directamente proporcional a su desgracia como miembro de la clase trabajadora, aforismo vital que se aprende rápido cuando siempre se ha trabajado al servicio de la primera. La dispersión de escombros, con forma de colección de botellas, vasos, confeti y demás basura, no dejaba lugar a la duda. Sólo le faltó vestir la escafandra de los CSI de la tele para poder dar buena cuenta del desaguisado en que terminó el festín. Por suerte, desde que el marido de su compañera de pluriempleo le asegurara que en los centros de tratamiento de basura, ésta se mezclaba, haciendo inútil el esfuerzo de cubitos de colores de los concienciados ciudadanos, Roberta, de cuando en vez, se permite el desliz de hacer alguna bolsa a cascoporro y sin miramiento, si acaso con algún resquemor en su siempre despierta conciencia, pero con una segura distensión lumbar que endulza la transgresión ignominiosa. Ahora bien, profesional hasta el tuétano, como siempre hacía, en esta ocasión también ha dejado la sala como la patena y, si hubiera justicia en el mundo, mascullaba Roberta para sus adentros, la contrata que contaba con sus servicios no se guardaría la felicitación, que a buen seguro recibiría de un satisfecho cliente, exclusivamente para sí.
Un fugaz traslado, al nivel del de la velocidad de la luz en Star Wars, producto de la agradable sornadilla que han maridado el sueño acumulado y el calorcito del autobús, ha dado con nuestra protagonista de bruces en la puerta del portal, solventando con escaso entusiasmo la incómoda búsqueda de las llaves en el océano de pequeños trastos, que a modo de naufragio perpetuo, duermen en el fondo del enorme bolso que acarrea. Es cierto que el merecido solaz está al otro lado de la puerta, lo que debería avivar el ánimo de cualquiera, mas también es seguro que no va a durar mucho. No en vano, en menos de cincuenta minutos, Roberta tendrá que aligerar el difícil despertar de su hija, una señorita más de esa generación de eternas adolescentes, que sobrepasan con creces el último tercio de la treintena en la eterna búsqueda de la imposible estabilidad emocional completa, mientras andan dilapidando la vida de curso de formación en curso de formación hasta la victoria final en forma de renta de inserción. Sólo hacerle entender la necesidad de no monopolizar el uso del único aseo a partir de la segunda media hora, hace que buena parte de la energía recargada se escape a chorros inanes de voz. El lado bueno es que el riesgo cierto de afonía es inocuo. Lo más que reverberarán sus cuerdas vocales durante el resto del día, una vez Valentina abandone de una maldita vez la casa, serán las sumisas interlocuciones "sí, señora" o "no, señora", cuando Roberta se incorpore a su trabajo principal en casa de su ama.
La rutina no ha tardado en encontrar acomodo a las incontables piezas del puzzle diario y, con una notable merma entre el tiempo vivido y el realmente transcurrido, Roberta ya está echando el cerrojo de su refugio para salir pitando camino de la mansión donde la esperan, con las lista de tareas bien colmada, claro. El sobresalto es mayúsculo cuando torna a volapié su fibrosa figura para encontrarse cara a cara con la sigilosa presencia del encargado de la contrata, al que no ve desde el día que la incorporaron, acompañado de un agente de la policía municipal de Bolzano, que, además de portar un buen puñado de papeles, cuenta con más entorchados en la guerrera que victorias podría esgrimir un Condotiero en su CV al intentar alquilar sus servicios al regente de turno. Roberta tampoco tenía quién le escribiera, pero esta abrumadora ocasión no pudo dejarle mejor sabor de boca, al punto de estallar en una carcajada de esas de las que no puede uno salir vivo sin haber conocido los trucos y tretas de la apnea profesional, apenas termina de leer la formal parrafada. Además de notificarle su despido de la contrata de limpieza, el ínclito servidor público le hacía entrega de una reclamación civil de cantidad por daños y perjuicios interpuesta por el Museion a raíz del destrozo ocasionado por mor del sudor de Roberta en la última de las exposiciones/deposiciones del museo de marras. El necesario sobresueldo se esfumaba en el peor momento del año. Sin embargo, hacía tiempo que las lágrimas que arramblaban por sus mejillas no eran de tanta felicidad. Y es que, como decía papá, el peón es siempre la pieza más valiosa en la sempiterna lucha de clases.
P.S. Por supuesto, de postre, villancico. Sin caspa, sin edulcorantes. Apenas riffs al más puro estilo stones y lúcido diagnóstico lapidiano.
A las seis y media de la mañana, la ciudad da sus primeros síntomas de vida entre legañosos bostezos. Por el contrario, de la boca de Roberta apenas emanan sigilosos quejidos y alguna maldición en perfecto arameo sobre el mejorable estado de sus lumbares, especialmente cuando trastabilla en el acelerado paso que la lleva por el adoquinado de Marconistrasse en pos del autobús que la devolverá a casa. No ha sido una buena noche, al menos para ella. Trae consigo de serie, se entiende que a través de la replicación del adn de papá, una elevada conciencia de clase y, por el estado en el que ha quedado la sala, está segura, al cien por cien, que ayer la burguesía del alto Adigio lo pasó en grande. Lo que molesta especialmente cuando se sabe a ciencia cierta que la suerte de la clase dirigente es directamente proporcional a su desgracia como miembro de la clase trabajadora, aforismo vital que se aprende rápido cuando siempre se ha trabajado al servicio de la primera. La dispersión de escombros, con forma de colección de botellas, vasos, confeti y demás basura, no dejaba lugar a la duda. Sólo le faltó vestir la escafandra de los CSI de la tele para poder dar buena cuenta del desaguisado en que terminó el festín. Por suerte, desde que el marido de su compañera de pluriempleo le asegurara que en los centros de tratamiento de basura, ésta se mezclaba, haciendo inútil el esfuerzo de cubitos de colores de los concienciados ciudadanos, Roberta, de cuando en vez, se permite el desliz de hacer alguna bolsa a cascoporro y sin miramiento, si acaso con algún resquemor en su siempre despierta conciencia, pero con una segura distensión lumbar que endulza la transgresión ignominiosa. Ahora bien, profesional hasta el tuétano, como siempre hacía, en esta ocasión también ha dejado la sala como la patena y, si hubiera justicia en el mundo, mascullaba Roberta para sus adentros, la contrata que contaba con sus servicios no se guardaría la felicitación, que a buen seguro recibiría de un satisfecho cliente, exclusivamente para sí.
Un fugaz traslado, al nivel del de la velocidad de la luz en Star Wars, producto de la agradable sornadilla que han maridado el sueño acumulado y el calorcito del autobús, ha dado con nuestra protagonista de bruces en la puerta del portal, solventando con escaso entusiasmo la incómoda búsqueda de las llaves en el océano de pequeños trastos, que a modo de naufragio perpetuo, duermen en el fondo del enorme bolso que acarrea. Es cierto que el merecido solaz está al otro lado de la puerta, lo que debería avivar el ánimo de cualquiera, mas también es seguro que no va a durar mucho. No en vano, en menos de cincuenta minutos, Roberta tendrá que aligerar el difícil despertar de su hija, una señorita más de esa generación de eternas adolescentes, que sobrepasan con creces el último tercio de la treintena en la eterna búsqueda de la imposible estabilidad emocional completa, mientras andan dilapidando la vida de curso de formación en curso de formación hasta la victoria final en forma de renta de inserción. Sólo hacerle entender la necesidad de no monopolizar el uso del único aseo a partir de la segunda media hora, hace que buena parte de la energía recargada se escape a chorros inanes de voz. El lado bueno es que el riesgo cierto de afonía es inocuo. Lo más que reverberarán sus cuerdas vocales durante el resto del día, una vez Valentina abandone de una maldita vez la casa, serán las sumisas interlocuciones "sí, señora" o "no, señora", cuando Roberta se incorpore a su trabajo principal en casa de su ama.
La rutina no ha tardado en encontrar acomodo a las incontables piezas del puzzle diario y, con una notable merma entre el tiempo vivido y el realmente transcurrido, Roberta ya está echando el cerrojo de su refugio para salir pitando camino de la mansión donde la esperan, con las lista de tareas bien colmada, claro. El sobresalto es mayúsculo cuando torna a volapié su fibrosa figura para encontrarse cara a cara con la sigilosa presencia del encargado de la contrata, al que no ve desde el día que la incorporaron, acompañado de un agente de la policía municipal de Bolzano, que, además de portar un buen puñado de papeles, cuenta con más entorchados en la guerrera que victorias podría esgrimir un Condotiero en su CV al intentar alquilar sus servicios al regente de turno. Roberta tampoco tenía quién le escribiera, pero esta abrumadora ocasión no pudo dejarle mejor sabor de boca, al punto de estallar en una carcajada de esas de las que no puede uno salir vivo sin haber conocido los trucos y tretas de la apnea profesional, apenas termina de leer la formal parrafada. Además de notificarle su despido de la contrata de limpieza, el ínclito servidor público le hacía entrega de una reclamación civil de cantidad por daños y perjuicios interpuesta por el Museion a raíz del destrozo ocasionado por mor del sudor de Roberta en la última de las exposiciones/deposiciones del museo de marras. El necesario sobresueldo se esfumaba en el peor momento del año. Sin embargo, hacía tiempo que las lágrimas que arramblaban por sus mejillas no eran de tanta felicidad. Y es que, como decía papá, el peón es siempre la pieza más valiosa en la sempiterna lucha de clases.
P.S. Por supuesto, de postre, villancico. Sin caspa, sin edulcorantes. Apenas riffs al más puro estilo stones y lúcido diagnóstico lapidiano.
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