Con el título de esta entrada resultaba tradicional arrancar los cursos de filosofía del bachillerato unificado polivalente, aquel que por entonces regulaba el tráfico de nuestros pasos hacia un topetazo de bruces contra la implacable y áspera realidad. Bueno, calificar como enseñanza de filosofía el breve acercamiento de tintes históricos y en escrupuloso orden cronológico a las creaciones de los autores más célebres del pensamiento occidental, resulta tan ajeno a la verdad como cuando afirmo sentirme empachado por el aluvión de shows de cocina que emiten por la tele. Como metáfora excesivamente explícita tiene un pase, aunque mucho me temo que los pretenciosos legisladores del trascendente asunto de la educación siempre han ido algo más en serio, incluso demasiado. En todo caso, no iban a convertirse estas torticeras líneas en un escrito de acusación respecto al magisterio de la filosofía en las aulas de por entonces ni, mucho me temo, en las actuales. Mi admirado Onfray ya lo hace de forma ordenada, con conocimiento y proporcionando alternativa, ingredientes que, para mi fortuna, no se le exigen a un insignificante tábano. Si en verdad queréis aprovechar vuestro tiempo, dejad de leer esta perorata y abrid los .pdf que encontraréis sin dificultad del Manual de Antifilosofía del maestro de Caen.
La miope vista que me caracteriza ha estado puesta, como la de todo el mundo durante el verano, en Grecia. La depauperada cuna de la civilización que conocemos ha sido el atrezzo de la despiadada inhumanidad con la que nos despachamos con aquellos que nada tienen que perder, más allá de la propia existencia. Un asunto que me mantiene tan desolado y tan descreído respecto de la naturaleza respetable de mis congéneres, que prefiero no extenderme. Todo lo que diga será incardinable en no menos de un par de docenas de tipos delictivos del código penal actual, de los anteriores y de los que estén por redactarse. En un nivel de asombro más liviano y en el que me puedo manejar con cierta tranquilidad de espíritu, se encuentra la otra perspectiva, menor e intrascendente como casi todas las que me ocupan, sobre la que quería tratar. Con el fin de sacar un paupérrimo rédito a los días de condena a la sombra en el instituto, he percibido en general una cierta regresión, quién sabe si de lógica pendular, en el devenir del sendero del mito al conocimiento, ese que, como decía antes, daba paso sin solución de continuidad a Parménides, Heráclito sin siquiera un minuto de la basura para los impagables cínicos. Ando barruntando que, como en la ruta del Cares, cuanto más cerca nos encontramos del conocimiento de algo, más ardemos en deseos de retornar cuanto antes al abrigo de las explicaciones sencillas de cuentos y leyendas, que se parecen a la realidad como un huevo a una castaña, pero que siempre aportan el calorcillo consustancial a apartar la mirada de los problemas.
Es obvio que nuestros queridos helenos no van a pagar un tercer rescate, preciso vocablo que define la contraprestación debida por la resolución de un chantaje o secuestro, al que seguirá un cuarto, un quinto y así, ad infinitum, como el águila que todas las tardes devoraba el recién estrenado hígado del generoso Prometeo. No será de otra forma hasta que abandonemos leyendas del Olimpo y pongamos nuestra vista en dos cuestiones aritméticas innegociables: Grecia sólo podrá retornar algo de la deuda contraída en tanto en cuanto sus acreedores renuncien a venderles todo y opten por comprarles algo, cosa que, para ahondar en la crueldad con la que se tratan entre sí los queridos socios de este club con luz de neon al que puso nombre la diosa seducida por el toro Zeus, únicamente acontecerá cuando la titularidad de los agentes de la actividad económica se haya traspasado a las manos de los propios acreedores. Lo demás es filfa declamada desde los púlpitos del mañana va a mejorar, ya lo verás, y de los pontificadores del consenso y de las negociaciones win-win, aquellas que exclusivamente existen en sus deplorables powerpoints. Por favor, vuelvan a considerar la posibilidad de tratarnos como adultos y dejen las nanas y suave roce del terciopelo azul para el momento del día que corresponden, el de soñar con los angelitos. No habrá recobro de la deuda griega por más que se lo encarguen a los tenaces teleoperadores de Jazztel, igual que no se recuperarán los niveles de empleo de tiempos pretéritos porque el tiempo del capital humano como objeto de valor ha pasado a mejor vida. Más vale que nos vayan contando qué piensan hacer ustedes con todos los que vamos a vagar extramuros antes de que abandonemos la mitológica idea de asaltar los cielos y la cambiemos por la más lógica de asaltar sus propiedades. Dejemos que la clarividencia de Susan George vaya convocando un Informe Lugano III que nos arroje un poco de logos desde el mejor cocinado del mito.
La miope vista que me caracteriza ha estado puesta, como la de todo el mundo durante el verano, en Grecia. La depauperada cuna de la civilización que conocemos ha sido el atrezzo de la despiadada inhumanidad con la que nos despachamos con aquellos que nada tienen que perder, más allá de la propia existencia. Un asunto que me mantiene tan desolado y tan descreído respecto de la naturaleza respetable de mis congéneres, que prefiero no extenderme. Todo lo que diga será incardinable en no menos de un par de docenas de tipos delictivos del código penal actual, de los anteriores y de los que estén por redactarse. En un nivel de asombro más liviano y en el que me puedo manejar con cierta tranquilidad de espíritu, se encuentra la otra perspectiva, menor e intrascendente como casi todas las que me ocupan, sobre la que quería tratar. Con el fin de sacar un paupérrimo rédito a los días de condena a la sombra en el instituto, he percibido en general una cierta regresión, quién sabe si de lógica pendular, en el devenir del sendero del mito al conocimiento, ese que, como decía antes, daba paso sin solución de continuidad a Parménides, Heráclito sin siquiera un minuto de la basura para los impagables cínicos. Ando barruntando que, como en la ruta del Cares, cuanto más cerca nos encontramos del conocimiento de algo, más ardemos en deseos de retornar cuanto antes al abrigo de las explicaciones sencillas de cuentos y leyendas, que se parecen a la realidad como un huevo a una castaña, pero que siempre aportan el calorcillo consustancial a apartar la mirada de los problemas.
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