De aquellos polvos...

Uno de los comportamientos más arraigados en la naturaleza animal de la criatura que camina erguida es el de anticipar acontecimientos mediante la interpretación de sucesos previos a los mismos como causantes de ellos, por supuesto, sin pararse siquiera un segundo a mirar si entre ambos existe relación más allá de la simultaneidad. Ya aquellos seres moradores de cavernas, que como Fraga se desplazaban cual úrsidos, tomaban precauciones en su rutinaria existencia de cazadores-recolectores ante fenómenos astronómicos, que les eran ajenos a sus protegidas entendederas. Cuando se les cruzaba un eclipse camino de la caza de algún insensato cuadrúpedo, con carnes suficientes para alimentar a toda la prole, se suspendía de inmediato la batida aún a costa de dejar al personal con más apetito que un naúfrago de un avión de Fedex que exclusivamente portara en sus bodegas toneladas de Biomanán. De igual forma, esos romanos que nos han legado lengua, cultura, arquitectura, ocio y demás rimbombantes y racionales conceptos en ese caudal hereditario que nadie nos pidió aceptar, ay amigo, si la sangre del buey agonizante discurría a siniestra o si el vuelo del ave recién liberada no se dirigía hacia los buenos augurios,  poco importaba el buen descanso de los triarii o la superioridad manifiesta de los hastati, la batalla quedaba cancelada hasta que los dioses se pusieran de su parte.

Pasan los siglos, la casa sigue rotando a 1700 km/h en el ecuador, pero se ve que la fuerza de la gravedad es más intensa que la centrípeta y las (malas) costumbres permanecen. Así, emulando a aquellos decimonónicos de levitas nevadas y pelo encerado a la vera del quinqué, seguimos de forma absurda confiando en la repetición como correa de transmisión del conocimiento y mal llamamos a la memorización aprendizaje, a menudo incluso desde la precipitación más dañina para los efectos buscados. Poco importan los nefandos análisis que acreditan lo contrario.

Pertinaces, ayer nos deleitaron en la televisión pública (who knows) madrileña con un debate entre candidatos a la presidencia de la comunidad. Tranquilos, llamar debate a una agregación de soliloquios es parte de la neolengua, esa que nos conquistó con el abrefácil y la tolerancia cero, tan on fire como inescrutable. Uno entiende que la aparición hasta en la intragable sopa catódica de caretos, que bien se han guardado de mostrar su faz cuando de ordenar deshaucios, malpagar colegios y regalar servicios sanitarios al potente lobby del cuidado de la salud (todavía me duelen los escondidos abdominales de la risa que semejante eufemismo me produce) se trataba, indica con total seguridad el advenimiento indubitado del sufragio, acto sacramental que, como el de la recuperación del dato desde la memoria y su confusión interesada con el aprendizaje, equivale en este país de atajos y poco rigor al ejercicio de la democracia. Claro, que entre los que afirman semejante dislate están el buen puñado de nostágicos de tiempos pretéritos, cuando se dilucidaba entre el "no quiere que me vaya" o el "sí quiere que me quede". Es tentador traicionarse y concluir sin pensar, que si una manada de sujetos entrados en años andan dando besos en los mercados a ancianas con cáctus en el mentón, ayudando a cruzar a criaturas repletas de mocos y enredos en el pelo en los pasos de cebra frente a los colegios, poniendo cazos de avecrén en platos de comedores sociales, o, acabáramos: remando cual capitán pirata en el estanque del jardín del Retiro, más pronto que tarde nos tocará a nosotros cruzar los dedos para que en nuestra segura próxima visita al colegio electoral no nos encontremos con algún pelma con morriña del barrio que nos quiera contar lo bien que le va en la vida o la eficacia de la gomina Giorgi sobre los caracolillos que le protegen de ser merecidamente apuntillado en el bulbo raquídeo. No es raro que solo lluevan balas, por ahora.


Comentarios