Sit tibi terra levis, tía.

Arrancarse con un latinajo es siempre una clara muestra de impotencia, envuelta en petulancia, que, sin duda, manifiesta la espesa niebla en la que el ánimo de uno se ha quedado extraviado, producto seguro de la excesiva secreción de bilis. Porque, aunque se admire la luz que Diógenes de Sínope nos regaló en su infructuosa búsqueda del hombre, es harto complicado no extraviar el elegante cinismo de su filosofía y poder sustraerse a los efectos de la repugnancia que te están provocando tus congéneres, gota a gota, día a día. Qué decir si el ascazo y la repulsión es producto de la interacción con criaturas que, para colmo de males, alegan estar adscritas a esa institución, tan ficticia como letal, denominada familia. Ni el Vicks Vaporub bajo las fosas nasales a lo Gil Grissom será capaz de atenuar las náuseas y solamente la apertura de la espita del vapor, en forma de declamación en retahila de todos los exabruptos que tu glosario alcance ante los desgraciados que te soportan, evita que el número de atmósferas medibles en el hueco de tu cabezota se aproxime al que resiste el grueso de tu cráneo y mandes a tomar por saco a toda esa chusma sin siquiera velar por tus intereses.

Porque uno también tiene intereses. Y no debería extrañar a nadie. Lo que no se acaba de comprender es que éstos atropellen sin miramiento decencia, dignidad y pudor. Pero amigos, cuando uno cree haberlo visto todo, esta vida, tan cutre, casposa y repleta de ectoparásitos como el decadente circo, siempre te regala un más difícil todavía. Y aunque no te introduzcan en el cañón del hombre bala, no sabe uno bien si producto de un calibre inapropiado, sí se puede asegurar que los resultados de participar en la partición de un humilde ajuar doméstico se deben asemejar a los efectos secundarios que padece el desdichado acróbata tras la detonación del explosivo a centímetros de sus tímpanos, el vuelo sin motor y la poco delicada resolución de la ecuación en su batalla perdida contra la ley de la gravedad. Verte como un desvalijador de pacotilla, acompañado de toda la mezquindad, la ruindad y la desvergüenza en forma de seres vivos, que dicen portar parte de tu combinación genética, angustia la existencia de cualquiera. No soy de dirigirme a los fallecidos. Hace tiempo que, lamentablemente, dudo hacerme entender entre los vivos como para buscar interlocuciones ajenas a la realidad con aquellos que no me pueden refutar, pero, querida tía, en buena nos ha metido la maldita piedra excursionista que te ha llevado por delante. En los momentos de mayor debilidad incluso me asombro viendo como pido como un deseo cualquiera entre los habituales de un trabajo normal, un boleto de euromillón premiado o cualquier otra quimera, una charleta de esas en Morata, aderezada con los selectos gin-tonics de Roge y la impagable compañía de los que siempre han tenido a bien soportar nuestra a menudo pesada conversación. Igual hemos gastado demasiada suerte en ellos y de ahí que nos haya salido la banda de hijosdeputa que nos rodea en los perímetros más alejados. En todo caso, iluso de mí, me regocijo imaginándote mezclando a partes iguales el asombro y el ya te lo decía yo.


En fin, como este no es un obituario al uso y la glosa a tu tenaz existencia la acredita infinitamente mejor que un conglomerado de epítetos generosos, el buen puñado de sujetos circundantes que has dejado colgado de los pelos de la brocha, aprovecho para rescatar lo nada positivo de tan penoso acontecimiento: cada día que transcurre queda uno menos para que pierda de vista de forma definitiva a esa chusma que dice ser mi familia y resulte de veras que por una vez en la vida amalgame, con precisión de alquimista, mis considerandos con mi forma de actuar. Y eso sí que es un milagro.





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