Las reuniones de padres y tutores en el colegio, que se convocan cada trimestre para el seguimiento del curso, son un sinsentido. Buscando un paralelismo, que os ponga sobre la pista de este juicio gratuito vertido desde el rencor, entiendo que producen los mismos efectos que los cursos de eliminación del miedo a volar o las tranquilizantes consultas en los foros de medicina de la web sobre el picor que te produce ese emergente eccema de origen insospechado y ubicación delatora: si tu extremada candidez te había hecho llegar expectante y pizpireto, una vez conocido el funcionamiento de los aviones, la teoría de las presiones en los fluidos y el efecto ala,comprobada la inclusión de todos y cada uno de tus síntomas en la lista de las 10 enfermedades más devastadoras de entre las conocidas y vislumbrados los estropicios al sentido común que se perpetran en el centro educativo, tan bilingüe como mononeuronal, donde depositas tu camada cada mañana, lo único seguro es que el escalofrío se habrá apoderado de tu médula espinal a la par que el pavor lo ha hecho con tus emociones. Acojonadito es poco.
Nada más entrar uno comprueba en sus carnes las carencias consustanciales a un sistema especialmente anodino e inexorablemente abocado al fracaso: un dequeísmo y su incapacidad para conjugar el imperativo acreditan el nivel de los emisores de los mensajes; cincuenta alocuciones de pater familias, sin púrpura ni siervo que le sople al oído el célebre memento mori, que arrancan irremediablemente "es que mi hijo..." demuestran la sordera física e intelectual de los receptores de los mismos. ¿La comunicación? a la altura de la de un iPhone tras un minuto de conversación en un valle de los Alpes, la de los dos yoghurts y el hilo de lana del experimento o el infantil juego del teléfono escacharrado. Inescrutable. La gran ventaja es que a tu salida del cónclave, por más datos que te hayan querido trasladar, únicamente te asolan un par de dudas: ¿cuándo termina este sistema endemoniado de homogeneización de la mediocridad que se postula con el elegante y pretencioso nombre de enseñanza reglada sin ibuprofeno? ¿qué careto sacaban tus padres de estas reuniones cuando tu eras el objeto de las mismas? Uno desea con fuerza, para aliviar este segundo interrogante que te aguijonea las meninges, que las reuniones de las que hablo hayan sufrido con el tiempo el efecto del ansia que tenemos inoculado en la actualidad por convertirlo todo en perecedero al poco tiempo de su creación, con el estúpido y exclusivo fin de complicarlo más en ulteriores versiones, en una carrera sin tregua hacia la inutilidad total. Sin embargo, algo me dice que en la era del 2.0 la utilización del adjetivo perenne debería abundar en nuestro mundo tanto como el hidrógeno parece que lo hace en el universo. Además, por una vez y sin que sirva de precedente, lo aplicaremos con la corrección contraria a la primera aplicación del mismo que nos enseñaron en la escuela: esa inepta descripción del pino como árbol de hoja perenne, cuando cada vez que atravesábamos un pinar, el manto de acículas nos hacía barruntar el tamaño de las mentiras que desde la pizarra verde nos colaban en clase. Conduciendo de vuelta a casa, el pequeño rayo de esperanza, que iluminaba vagamente la ilusión de que todo ha cambiado mucho en treinta años, se diluye en la espesa niebla de la realidad al adelantar a ese camión que transporta escombro al enésimo vertedero ilegal, asegurando su carga con esa redecilla verde que tus miopes ojos ya vieron puesta sobre la chatarra de las motocarro, allá por los sobrevalorados años ochenta. La próxima vez que hables con papá y mamá, éstos apreciarán en tus ojos la compasión con ellos, lástima que no sepan de donde viene por más que tu les confieses que no es más que la estupefacción que te producen lecturas de entrevistas como éstas de La Vanguardia.
Nada más entrar uno comprueba en sus carnes las carencias consustanciales a un sistema especialmente anodino e inexorablemente abocado al fracaso: un dequeísmo y su incapacidad para conjugar el imperativo acreditan el nivel de los emisores de los mensajes; cincuenta alocuciones de pater familias, sin púrpura ni siervo que le sople al oído el célebre memento mori, que arrancan irremediablemente "es que mi hijo..." demuestran la sordera física e intelectual de los receptores de los mismos. ¿La comunicación? a la altura de la de un iPhone tras un minuto de conversación en un valle de los Alpes, la de los dos yoghurts y el hilo de lana del experimento o el infantil juego del teléfono escacharrado. Inescrutable. La gran ventaja es que a tu salida del cónclave, por más datos que te hayan querido trasladar, únicamente te asolan un par de dudas: ¿cuándo termina este sistema endemoniado de homogeneización de la mediocridad que se postula con el elegante y pretencioso nombre de enseñanza reglada sin ibuprofeno? ¿qué careto sacaban tus padres de estas reuniones cuando tu eras el objeto de las mismas? Uno desea con fuerza, para aliviar este segundo interrogante que te aguijonea las meninges, que las reuniones de las que hablo hayan sufrido con el tiempo el efecto del ansia que tenemos inoculado en la actualidad por convertirlo todo en perecedero al poco tiempo de su creación, con el estúpido y exclusivo fin de complicarlo más en ulteriores versiones, en una carrera sin tregua hacia la inutilidad total. Sin embargo, algo me dice que en la era del 2.0 la utilización del adjetivo perenne debería abundar en nuestro mundo tanto como el hidrógeno parece que lo hace en el universo. Además, por una vez y sin que sirva de precedente, lo aplicaremos con la corrección contraria a la primera aplicación del mismo que nos enseñaron en la escuela: esa inepta descripción del pino como árbol de hoja perenne, cuando cada vez que atravesábamos un pinar, el manto de acículas nos hacía barruntar el tamaño de las mentiras que desde la pizarra verde nos colaban en clase. Conduciendo de vuelta a casa, el pequeño rayo de esperanza, que iluminaba vagamente la ilusión de que todo ha cambiado mucho en treinta años, se diluye en la espesa niebla de la realidad al adelantar a ese camión que transporta escombro al enésimo vertedero ilegal, asegurando su carga con esa redecilla verde que tus miopes ojos ya vieron puesta sobre la chatarra de las motocarro, allá por los sobrevalorados años ochenta. La próxima vez que hables con papá y mamá, éstos apreciarán en tus ojos la compasión con ellos, lástima que no sepan de donde viene por más que tu les confieses que no es más que la estupefacción que te producen lecturas de entrevistas como éstas de La Vanguardia.
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