No hace tanto tiempo, el verano, esa estación de castigo, equipada con grill abrasador sobre tu cabezota y demasiado tiempo para no saber hacer nada con él y demasiado poco para dormir, mantenía no menos de tres virtudes, que si bien no salvaban las incomodidades reseñadas y algunas más que no he relacionado por ser más particulares que universales, cuando menos lo hacían soportable por provechoso. En escasa medida pero de provecho a fin de cuentas. No había estío que no fijara tres grandes conceptos en tus escasas entendederas.
El primero de ellos, de carácter científico-sanitario, era la salmonella, ese agente microscópico vinculado por obra y gracia de la canícula a la mayonesa y sus resultantes. No había temporada estival que no arrancara con un service public announcement en prime time que advertía urbi et orbe del grave riesgo en que se ponía uno si osaba deglutir a dos carrillos una sencilla ensaladilla rusa. Lo de bajar a las dos, doce solares, a tomar las radiaciones del astro rey en vena o subir al Aneto con chanclas y bemudas eran chiquilladas comparado con zamparse media docena de huevos rellenos con su mortal capa amarillenta, esa que albergaba en su cenit un langostino austral mal descongelado. Uno, mezquino por naturaleza y a mucha honra, ponía sus esperanzas en los efectos de las terribles diarreas anunciadas y como de costumbre convivía con la decepción, una vez comprobaba durante la segunda semana de septiembre que los capullos que mejor jugaban al fútbol o que más éxito tenían en clase, no habían resultado víctimas de la anunciada pandemia. Lástima.
La segunda gran ventaja del verano era su carácter de estación de paso con posibilidades de recuperación al más puro estiló purgatorio precelestial. Por la parrilla televisiva estival, nunca mejor dicho a tenor de los guarismos del mercurio, desfilaban todo tipo de presentadores de tienda de todo a cien, series compradas en lotes de cajón de saldo del Mediamarkt a las productoras americanas y todo una pléyade de seres vivos con la capacidad de raciocinio de una ameba. Pues bien, todos los años un orejotas hacía carrera hacia el infinito y más allá, una serie con entradilla de The Who se perpetuaba en el horario estrella de los jueves y los muñecos del Moreno y sus toneladas de carne para la picadora, pues eso, he dicho el purgatorio, no Lourdes.
Por ultimo, nos queda el manido asunto que da título al post. Esas melodías de complejidad asimilable al puzzle de dos piezas, las mismas que se hacían fuertes en nuestras meninges a costa de machaconas reproducciones a todas horas y en todo lugar. Aunque descritas así no lo parezca, tenían una gran ventaja. Su número. Exclusivamente había que padecer una por año. Por añadidura, se podía afirmar que, de forma indirecta además cumplían con cierta función social: cuando no reintegraban en la sociedad a inmigrantes entrados en años o kilos, lo hacían con poligoneras de las tres mil viviendas.
Cumpliendo los pronósticos, he aquí que este año apenas nos hemos mudado unos metros más allá, a saber, al ébola, el gore en los telediarios y los Gemeliers. "¿Recuerdas cuando me dijiste que todo iba a ir mejor?", Lapido dixit. Qué suerte disponer de unos sólidos pilares en este país de marca low cost, especialmente cuando no se sabe si llegará mañana.
El primero de ellos, de carácter científico-sanitario, era la salmonella, ese agente microscópico vinculado por obra y gracia de la canícula a la mayonesa y sus resultantes. No había temporada estival que no arrancara con un service public announcement en prime time que advertía urbi et orbe del grave riesgo en que se ponía uno si osaba deglutir a dos carrillos una sencilla ensaladilla rusa. Lo de bajar a las dos, doce solares, a tomar las radiaciones del astro rey en vena o subir al Aneto con chanclas y bemudas eran chiquilladas comparado con zamparse media docena de huevos rellenos con su mortal capa amarillenta, esa que albergaba en su cenit un langostino austral mal descongelado. Uno, mezquino por naturaleza y a mucha honra, ponía sus esperanzas en los efectos de las terribles diarreas anunciadas y como de costumbre convivía con la decepción, una vez comprobaba durante la segunda semana de septiembre que los capullos que mejor jugaban al fútbol o que más éxito tenían en clase, no habían resultado víctimas de la anunciada pandemia. Lástima.
La segunda gran ventaja del verano era su carácter de estación de paso con posibilidades de recuperación al más puro estiló purgatorio precelestial. Por la parrilla televisiva estival, nunca mejor dicho a tenor de los guarismos del mercurio, desfilaban todo tipo de presentadores de tienda de todo a cien, series compradas en lotes de cajón de saldo del Mediamarkt a las productoras americanas y todo una pléyade de seres vivos con la capacidad de raciocinio de una ameba. Pues bien, todos los años un orejotas hacía carrera hacia el infinito y más allá, una serie con entradilla de The Who se perpetuaba en el horario estrella de los jueves y los muñecos del Moreno y sus toneladas de carne para la picadora, pues eso, he dicho el purgatorio, no Lourdes.
Por ultimo, nos queda el manido asunto que da título al post. Esas melodías de complejidad asimilable al puzzle de dos piezas, las mismas que se hacían fuertes en nuestras meninges a costa de machaconas reproducciones a todas horas y en todo lugar. Aunque descritas así no lo parezca, tenían una gran ventaja. Su número. Exclusivamente había que padecer una por año. Por añadidura, se podía afirmar que, de forma indirecta además cumplían con cierta función social: cuando no reintegraban en la sociedad a inmigrantes entrados en años o kilos, lo hacían con poligoneras de las tres mil viviendas.
Cumpliendo los pronósticos, he aquí que este año apenas nos hemos mudado unos metros más allá, a saber, al ébola, el gore en los telediarios y los Gemeliers. "¿Recuerdas cuando me dijiste que todo iba a ir mejor?", Lapido dixit. Qué suerte disponer de unos sólidos pilares en este país de marca low cost, especialmente cuando no se sabe si llegará mañana.
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