Dice la RAE que debemos utilizar este vocablo cuando hagamos referencia a un dicho grave y sucinto que encierre doctrina o moralidad. No suena mal, pero como el cartelón "Arbeit macht frei" que adornaba el dintel de la entrada a los campos de concentración, no puede contener más mentiras por letra empleada. Si esos académicos a los que la testiculina les chorrea por los poros tuvieran la décima parte del valor del que presumen, no tardarían en mandar a paseo una acepción tan políticamente correcta como hipócrita.
Si algo se empeña en demostrar la realidad día sí, noche también, es que esos aforismos con los que tratamos de salir del paso cuando la sola posibilidad de parar a pensar en algo ya nos agota, son cualquier cosa menos conocimiento. Todos. Y es que, como he explicado demasiadas veces, los atajos en el intelecto son tan inservibles como la temperatura de descongelación en el microondas, la cual expía momentáneamente el olvido de haber sacado el pescado del congelador, justo hasta el instante en el que asumes que el puñetero lo ha cocido, circunstancia que se consuma nada más abrir la puerta. Y aunque mi ventolera también es sólo ladrar, no quiero dejar pasar la oportunidad de poner en solfa al dicho más dicho, únicamente con el inútil fin de buscar el alivio que el oreo de la abrasión suele producir cuando te escuecen las entrañas. No hay mayor mentira en el mundo que el repugnante consuelo popular resumido en "el tiempo pone a cada uno en su lugar". Esta maquiavélica afirmación, contraria a la cantidad de hijos de belcebú que pasan por la vida a todo trapo y fallecen plácidamente en las suavidad de su cama, otorga al tiempo un poder que no tiene, el de la voluntad en su devenir. Está bien que apliquemos cualidades humanas a otros seres vivos y nos preguntemos si padece la lechuga "hoja de roble" cuando le pegamos un tarisco y, aunque puede terminar por llevarnos a explicarle algo a nuestro can mediante oraciones subordinadas, supongamos que esta humanización de agentes próximos nos endulza la comprensión. Pero lo llevarlo al extremo de conceptos abstractos es ir demasiado lejos. Resulta de un obvio, que insulta recordar que el transcurrir del tiempo no garantiza nada: las cosas pueden ir a mejor, a peor o, simplemente, quedarse como estaban, que es lo más habitual si resultáramos tan ilusos como para incluir la estadística dentro de las disciplinas generadoras de conocimiento.
Alguien, en su sano juicio, se estará preguntando a qué demonios viene tanta letra derramada
en pos de acreditar lo obvio. Ayer cuatro niños fueron ejecutados desde un buque de la armada israelí. No son los primeros, ni van a ser los últimos. Su delito, jugar a fútbol allí donde un dios, pendiente todavía de presentar su acreditación en el mundo de los sentidos, al parecer ha ordenado que more un rebaño determinado de homínidos que portan chaquetas negras repletas de caspa en las hombreras y grasa a cascoporro en los tirabuzones. Acabáramos! qué menos que un pepinazo en forma de detonación y metralla para tan desmedida ofensa, que se empieza por dejarles echar un partidillo y terminan por montarte una burla a David, la Torá o cualquiera de los cuentos para dormir conciencias que utiliza esta particular raza de los hijos de Yaveh. Llevo un buen tiempo en el planeta tierra y todo sigue exactamente igual y sin visos de cambiar. Hasta el punto esto es así, que los mass media siguen en sus trece y mientras los judíos son asesinados, los palestinos mueren, en la idéntica perversión lingüística que me producía arcadas cuando forraba mis carpetas de bachillerato con pegatinas del frente Farabundo Martí o fotos de Ian Rush y que me sigue repugnando hasta la náusea ahora que mi cartera sólo porta tarjetas de crédito y fotos de la niña.
P.S. Otro clavo más en el ataúd: Parece ser que el primer sujeto que da con sus huesos en la trena tras sentencia firme, después de más de una década de estafa de las élites extractivas españolas es un trabajador que protestó más de la cuenta. Pues eso, lo del tiempo y cada uno en su lugar. Hay que joderse.
Si algo se empeña en demostrar la realidad día sí, noche también, es que esos aforismos con los que tratamos de salir del paso cuando la sola posibilidad de parar a pensar en algo ya nos agota, son cualquier cosa menos conocimiento. Todos. Y es que, como he explicado demasiadas veces, los atajos en el intelecto son tan inservibles como la temperatura de descongelación en el microondas, la cual expía momentáneamente el olvido de haber sacado el pescado del congelador, justo hasta el instante en el que asumes que el puñetero lo ha cocido, circunstancia que se consuma nada más abrir la puerta. Y aunque mi ventolera también es sólo ladrar, no quiero dejar pasar la oportunidad de poner en solfa al dicho más dicho, únicamente con el inútil fin de buscar el alivio que el oreo de la abrasión suele producir cuando te escuecen las entrañas. No hay mayor mentira en el mundo que el repugnante consuelo popular resumido en "el tiempo pone a cada uno en su lugar". Esta maquiavélica afirmación, contraria a la cantidad de hijos de belcebú que pasan por la vida a todo trapo y fallecen plácidamente en las suavidad de su cama, otorga al tiempo un poder que no tiene, el de la voluntad en su devenir. Está bien que apliquemos cualidades humanas a otros seres vivos y nos preguntemos si padece la lechuga "hoja de roble" cuando le pegamos un tarisco y, aunque puede terminar por llevarnos a explicarle algo a nuestro can mediante oraciones subordinadas, supongamos que esta humanización de agentes próximos nos endulza la comprensión. Pero lo llevarlo al extremo de conceptos abstractos es ir demasiado lejos. Resulta de un obvio, que insulta recordar que el transcurrir del tiempo no garantiza nada: las cosas pueden ir a mejor, a peor o, simplemente, quedarse como estaban, que es lo más habitual si resultáramos tan ilusos como para incluir la estadística dentro de las disciplinas generadoras de conocimiento.
Alguien, en su sano juicio, se estará preguntando a qué demonios viene tanta letra derramada
en pos de acreditar lo obvio. Ayer cuatro niños fueron ejecutados desde un buque de la armada israelí. No son los primeros, ni van a ser los últimos. Su delito, jugar a fútbol allí donde un dios, pendiente todavía de presentar su acreditación en el mundo de los sentidos, al parecer ha ordenado que more un rebaño determinado de homínidos que portan chaquetas negras repletas de caspa en las hombreras y grasa a cascoporro en los tirabuzones. Acabáramos! qué menos que un pepinazo en forma de detonación y metralla para tan desmedida ofensa, que se empieza por dejarles echar un partidillo y terminan por montarte una burla a David, la Torá o cualquiera de los cuentos para dormir conciencias que utiliza esta particular raza de los hijos de Yaveh. Llevo un buen tiempo en el planeta tierra y todo sigue exactamente igual y sin visos de cambiar. Hasta el punto esto es así, que los mass media siguen en sus trece y mientras los judíos son asesinados, los palestinos mueren, en la idéntica perversión lingüística que me producía arcadas cuando forraba mis carpetas de bachillerato con pegatinas del frente Farabundo Martí o fotos de Ian Rush y que me sigue repugnando hasta la náusea ahora que mi cartera sólo porta tarjetas de crédito y fotos de la niña.
P.S. Otro clavo más en el ataúd: Parece ser que el primer sujeto que da con sus huesos en la trena tras sentencia firme, después de más de una década de estafa de las élites extractivas españolas es un trabajador que protestó más de la cuenta. Pues eso, lo del tiempo y cada uno en su lugar. Hay que joderse.
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