Cabezones

El dejà vu es un recurso clásico cuando el solaz ausente de tus neuronas no ha dejado mayor rédito que un "eh?" rebotando sin pausa en las paredes interiores de tu cráneo. Precisamente, de cráneo llevan la gala de los Goya en la edición que corresponda al último año en cuestión. Resulta de una reiteración tan estomagante, que sospecho que ni el mismísimo Sísifo aceptaría el encargo de remontarla desde las profundidades abisales donde cada año la dejan sus protagonistas. Y pueden ustedes incluir en el saco de protagonistas al conductor del bodrio, al gremio que lo organiza, a los asistentes al evento y, por supuesto, a los analistas que, un par de semanas después, aún se empeñan en sacar siempre la misma punta a los cuatro lugares comunes en que se manejan y por los que les pagan una buena soldada.

Lamentablemente, ninguno de los columnistas de rancia rotativa, con la presión arterial por las
nubes producto de los cuatro eslóganes chorras de la caterva de rojos y subvencionados que siempre les han parecido el mundillo de los titiriteros, les explicará por qué demonios, año tras año, la fiesta del cine español es un espectáculo infumable. Afortunadamente, les sacaré de tan irresoluble laberinto. Para empezar, debemos acudir a la raíz del problema y abandonar esos bosques de prejuicios que siempre terminan por echarle la culpa a internet de todo: claro! como has visto las pelis con tan mala calidad de imagen no te gusta ninguna, claro! como ya le has visto el pezón derecho a Paz Vega para qué vas a ver el inexistente vestido con el que se presente, etc. En realidad, los premios en sí mismo son un despropósito. Todos. Nadie debería ser premiado en esta vida por nada. No hace falta ser muy listo para atisbar que un premio trae consigo un propagador seguro del agravio. Si con el esperpento del balón de oro de estos últimos años no han tenido evidencia suficiente sobre lo que manifiesto, no hay más que fijarse la sonrisa impostada en el careto que se les queda a los nominados cuando no dicen su nombre los mozos y mozas del atril. Ni falta hará que les recuerde el gesto avinagrado y las almorranas metafóricas supurantes con las que conviven los ni siquiera candidatos, desde las nominaciones hasta que termina la puñetera gala no hay existencias de Hemoal en las farmacias ni diván con la bandera de libre en los psicólogos. Pero si no hay más que saber leer para comprender que estos reconocimientos que son un sinsentido; los cachondos tienen una categoría que premia al mejor actor/actriz secundario!!! Como si el Tour de Francia tuviera un maillot amarillo denominado Raymond Poullidor. Desternillante.

Para más inri, además del insalvable obstáculo substancial señalado, no hay cosa más grosera que premiarse a uno mismo. La academia del cine premiando a los del gremio resulta tan zafio como si la prueba de selectividad la corrigieran los alumnos de COU examinados o como si la exposición de la tesis de tu doctorado transcurriera bajo la dirección del maestro de ceremonias, ese que ha resultado ser tu tutor durante su elaboración, y sus colegas de hace veinte años. No hombre, no. Algo tan expuesto como el arte exhibicionista del celuloide, que pasa irremediablemente por el filtro de la taquilla y de la prensa que se dice especializada, qué necesidad tiene de proponernos la autofelación como herramienta de marketing. Por una maldita vez, podrían hacer caso a los creacionistas y preguntarse por qué demonios nos colocó el Altísimo tantas costillas en la caja torácica.

Que sí, que lo hacen los americanos y les copiamos la gracia. Pero también ellos hacen rock de verdad y aquí seguimos dando arcadas con un musical de los Hombres G en la Gran Vía de Madrid. Ya podríamos copiar lo bueno. Mirad qué bien explica el patético brillo del reconocimiento Lisa Kekaula desde Riverside. Y, lo que es mejor,  sin tanto palabrerío:

    
Y como es San Valentín, una bola extra con forma de canción de amor de nuevo interpretada en directo en un show de la tele francesa por este híbrido de Tina Turner y del difunto Bon Scott de los AC DC.


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