Tengo un plan

Como adivino no tengo precio. Ha sido descargar una parte pequeña de mi depósito de bilis sobre la marea blanca y salir ésta triunfante en su contienda con la no menos pestilente administración madrileña. Además de mi poco aprecio mostrado sobre los sujetos que se reservan para sí los estudios clínicos sobre la repercusión de la ingesta de jamón ibérico en la salud, mientras nos utilizan de cobayas, sin importarles origen ni condición, cuando de probar sondas para endoscopias rectales se trata, creo recordar que no aventuré previsión alguna sobre su éxito o fracaso, si bien todo el que me conoce sabe que cuando la disputa versa entre el imperio de la ley o el despotismo soberbio cañí de la todopoderosa administración garbancera, mi carácter cagueta, añadido a mis cuarenta años sobre tierra patria, hace que apueste siempre en favor de ésta última.

Ahora, con el cadáver político del consejero dimisionario aún templado y con el terminal presidente madrileño dando los últimos boqueos, la España bienpensante de diario on-line, Twitter con miles de followers y púlpito televisivo en tertulia de enteraos que cobran en cheques del corte inglés, imputa sin recelo alguno el éxito obtenido a la movilización de las masas concienciadas. Tengo serias dudas de la relación causa-efecto y muchas más todavía del calificativo generoso para con el ganado. Alguien quiere hacerme creer que la gestión pública de la sanidad garantiza la universalidad y la calidad de la misma? De igual modo que no acepto dogmas neocon relacionados con la eficiencia en el gasto de la gestión privada, déjenme que siga pensando que la naturaleza pública de la misma no es, per se, garantía de nada. La gestión, como el cuchillo no es más que un medio y, parece mentira que padeciendo lo que padecemos aquí, no hayamos siquiera aprendido a discernir sobre ésto y nos sigan colando slogans, como si fuéramos adictos al soma. Estamos hartos de leer, día sí, día también, como la austera gestión privada extrae dinero a espuertas del presupuesto público para engordar las cuentas del las empresas de las élites nacionales por unas migajas de silla en el consejo de administración de las mismas, si no un dinerito a modo de donativo "transparente" para la campaña del partido de turno. Aburridos también estamos de que se nos cuenten dispendios en la gestión pública, esa que se hincha de asesores nuevos cada cuatro años mientras no se reemplaza a los funcionarios que causan baja, a cambio de la soldada y de no exigirles nada en su desempeño. La gestión pública domina la Justicia, qué podemos decir de ella? Que los jueces y fiscales siguen acumulando montañas de papel con causas que no van a poder siquiera leer por encima, pero mientras siga cayendo la nómina, calladitos y a cooperar; haciendo gala del mismo rigor ético que lustraba la tarea matutina del Rottenführer que abría la espita cuando las duchas estaban atestadas de judíos. La gestión privada, por paradójico que resulte, domina la Obra Pública. No hay más que echar un vistazo al reciente papelón de Sacyr en Panamá para calificarla. Y es que, aunque resulte de un obvio lacerante, conviene recordar que el mismo cuchillo puede ser utilizado para obtener las mejores lascas de dos centímetros por dos centímetros de un jamón que, como un espejo o un milagro de aldea del sur de Italia, suda de su musculatura veteada a la par que lo hacen tus lacrimales mientras te las imaginas dentro de tu bocata, o bien para degollar al cenutrio de tu vecino que sigue presumiendo de dolby sorround en tu ratito de siesta. Ambas tareas, buenas para la Humanidad, pero de diferente encuadre en lo que a su persecución penal se refiere.


Muestra de dispendios públicos inútiles con sujetos no hace tanto en huelga en pos de salvar otro servicio público: el de la revisora de billetes de metro en Vinateros la otra tarde. Agazapada tras doblar una esquina del vestíbulo, firme en su propósito me requiere el título de transporte, en compañía de la nueva autoridad subterránea, a saber, el segurata de toda la vida. De mala gana le acerco mi modernísima tarjeta RFID (con la foto para adentro) y ella, presurosa, la abre para, circunspecta, comprobar en un par de miradas que el sujeto de gafas, que se intuye en la foto digitalizada de baja calidad, es el mismo borrego que le acaba de entregar la tarjeta. Ante su rápida orden de "adelante, pase", no se me ocurre otra cosa que preguntarle si acaso tenía poderes paranormales para comprobar si mi título estaba en vigor y debidamente "cargado" de pasta o si la última vez que metí dinero en él coincidió cuando todavía teníamos una corazonada olímpica y yo prestación por desempleo. Además de demostrar a todas luces que su trabajo y, por ende, su sueldo no sirven para absolutamente nada, va la repeinada y se cabrea con mi grosería. Hay que joderse. 





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