La famosa cita de Debbie Allen en Fama, allá por los ochenta, todos sabemos que no se refería a lo que voy a señalar. Sin embargo, literalmente, viene al pelo. "La fama cuesta" aseveraba en su service public announcement, ese que culminaba con un supuesto pago en especie en forma de gotas de sudor. Cierto es que, aún en lo cierto de su descripción, ella remarcaba la carrera de obstáculos que hay que solventar hasta alcanzar la condición de celebridad. Sin embargo, cualquier persona en su sano juicio comprende que esa meta no es más que la salida de un sacrificio aún peor: la pérdida del anonimato. Cuestión ésta que las personas que sufren de este mal de la notoriedad manejan de muy mala forma, augurando para si que la venta de su alma al diablo es una deuda que nunca les van a reclamar. Pobres ilusos, no hay más que verles los caretos cuando les atosigan fuera de su periodo de promoción.
Por supuesto, esta condena a perpetuidad se manifiesta de muy diversas formas. Todas invasivas e intolerables, mas según cada una de ellas, llevaderas de muy diferente forma. Una de sus manifestaciones más amables y menos lesivas es la que se refiere a la obligada conversión del célebre en "todólogo". Cuando uno alcanza cierta notoriedad debe estar dispuesto a formarse opinión y expresarla en público, alcachofa de entrevista o tertulia mediante, respecto de temas tan dispares y lejanos a su propio ámbito como la adopción de niños por parejas homosexuales, la aplicación de técnicas de presión en el subsuelo para extraer lo poco que le quede o la aplicación de la ingeniería genética en los cultivos de la cuenca del Segre. La exposición al ridículo es casi segura. Y sin embargo, visto el gesto adusto y de enteradillo del tres al cuarto que impostan, apostaría a que a muchos de ellos les complace. Abrasiones livianas como esta, que también acarrea la fama, seguro que hay unas cuantas más.
Pero hay una que nos va a poner a todos de acuerdo en que se lleva el premio a la mayor de las jodiendas en lo que a la pérdida del anonimato se refiere. Esta pobre gente advierte de continuo que son objeto de la mirada de todo quisqui en todo momento y lugar más allá de los bunkers en los que convierten sus domicilios. En el bar, mientras compartes cháchara con amigotes, el resto del aforo te contará el número de cañas que te has pimplado; en el restaurante observarán si mezclas hidratos y proteínas (justo aquello que prohibía el libro de dietas de disociación que promoviste en aquella campaña televisiva); en tus conversaciones por el móvil se pasarán lista a tus tacos y malos modos sin que nadie sepa si al otro lado está la sexta llamada del comercial de ONO que sufres desde que te has levantado de la cama; en la playa diseccionarán el estado de tu mejorable físico sin aplicar atenuantes, como esa postura imposible que tuviste que adoptar cuando culminabas el foso del castillo junto con tu criatura; en el súper escudriñarán el tanto por ciento de comida precocinada que acopias sin importarles si es para tu piso de soltero. Un drama, visto sólo así en el mundo de lo hipotético. Qué decir de la tragedia que supone si se hace realidad.
Esta mañana las puertas del cole han sido de nuevo un hervidero de padres ansiosos por soltar su ganado. Debe ser lo habitual durante las primeras semanas de curso, momento en el que todavía se convive con la ilusa utopía de dejar a la prole y llegar en punto al curro. Costumbrismo al margen, hoy se percibía una peculiaridad. Los progenitores de género masculino hemos acudido especialmente cabizbajos, algo que estaba cantado que así iba a ocurrir desde que ayer a la noche el telediario se hiciera eco de un nuevo estudio científico que nos deja a los varones a los pies de los caballos o con los huevos colgando, para hablar con propiedad. Al parecer unos investigadores de una universidad de Atlanta nos han explicado, y están dispuestos a acreditar espero que con su propio ejemplo de sujetos que se cayeron en el ponche del baile de fin de curso mientras el fornido deportista se ventilaba a la animadora debajo de la mesa para escarnio merecido del científico gafasdepasta, decía que nuestros amigos de la tierra de la coca cola y de la CNN sostienen que el tamaño de las canicas que conservamos en la bolsa escrotal determina el empeño que ponemos los varones en el cuidado de la prole. La cagamos, de un plumazo dejaremos de ser ese padre enrollado y co-responsable, que sí, que no vale un pimiento, pero que mira cómo trae a la niña de mona por las mañana. Todo ello para terminar siendo el mismo sujeto despreciable con los atributos colgantes del del Manneken Pis. Zaherido el orgullo y despedazado el raquítico listado de los activos de cada cual, para mas inri nos hemos sentido observados con la misma intensidad con la que nosotros miraríamos el escote de Mónica Belucci, pero con una dosis extra de merecida risa burlona. Y es precisamente esto ultimo lo que no vamos a perdonar a esta ciencia dogmática encargada de jodernos la vida a costa de borrar el libre albedrío de nuestros comportamientos, concepto aglutinador de nuestras numerosas taras pero también de nuestros pocos méritos, en pos de un determinismo insufrible. Para esta liberación nos quedábamos sin duda con los dogmas del hombre del espacio, bastante menos humillantes y, sobre todo, llevaderos en la clandestinidad de cada cual.
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