Suerte, Maestro

Los nunca suficientemente agradecidos veinticinco minutos de metro entre Vinateros y Plaza de Castilla me han obsequiado en la mañana de hoy con el Prefacio del libro titulado Cinismos, escrito por Michel Onfray, filósofo francés por cuyas obras siento especial predilección, en tanto en cuanto traduce a palabras buena parte de mi famélico ideario. Son unas cuantas páginas dedicadas a su maestro, Lucien Jerphagnon. Es un homenaje sublime, sólo confeccionable desde las herramientas que maneja con soltura el profesor de Caen: una prosa precisa y el ingenio en dosis desbordante. Resulta cálido sin caer en lo cursi, tan profundamente emotivo como asépticamente explicado desde la razón y, como de costumbre, digerible a la primera: cognoscible, creíble, auténtico. Un patrón en el que no he tardado en tratar de verme reflejado y que, como un entallado traje italiano de Guardiola, me ha vuelto a sentar como a un cristo dos pistolas. Joder, no se si me han dado más envidia las habilidades literarias de Onfray, sus gafas de pasta y pelo al viento de intelectual resultón o, a lo que de verdad iba, la incapacidad para encontrar maestro alguno de los que padecí durante mi prolongada etapa académica objeto merecedor de mi admiración. Agradecimiento a cada uno de ellos a paladas, mas lo que se dice admiración... supongo que será producto de la miopía que me acompaña.

Son tiempos de mareas verdes y de prietas las filas en torno a la escuela pública y las dudas que me asaltan no van a gozar de mucho predicamento. Tranquilos, no se quedarán solas y se irán a hacer compañía al resto de todas las incertidumbres que se me plantean. Sin embargo, habiendo sido mi persona el resultado de una EGB en concertado y un bachillerato y una licenciatura en la enseñanza pública, sería deshonesto que me enfundara la elástica verde haciendo tabula rasa sobre el 43% de mi existencia. Porque en este auténtico tour de force me he encontrado tras el atril con personas mayúsculas, entrañables, repletas de virtudes y, como el asesino en serie del magazine vespertino que presenta la rubia de medidas espléndidas y neuronas abrasadas por los efectos del amoniaco que contiene el tinte, todas ellas "estupendos amigos de sus amigos y modélicos padres de familia". Ahora, puestos al contraste del platónico Maestro que todos anduvimos buscando cuando nos dejó de cegar el sol de fuera de la caverna, pues qué queréis que os diga, ninguno cumplió con el único mandamiento que a mi juicio debería enseñarse en las facultades de magisterio: "Profesor, usted es el fulminante que debe hacer despertar la curiosidad en su alumnado. Tras la deflagración, éste sólo resultará esclavo de la libertad de espíritu y del rigor. Todo lo demás es catequesis". Y mucho me temo, que todos aquellos que se debaten a golpe de interés en este impostado análisis sobre las funciones del profesorado, su papel, su autoridad, su magistral performance o sus condiciones de trabajo en Helsinki, pasan por alto el mezquino desempeño del oficinista con el que también se lleva a cabo tan engolada encomienda. Todos los aterrorizados por el derrumbe de la escuela pública nos hablan del maestro con mayúsculas, ese, que como el caviar beluga y los billetes de 500 euros, uno no ha catado en su puñetera vida. Resultado de todo ello, demagogia a raudales desde el bando de los amigos del negocio con la enseñanza y mucha frustración en el que espera y desespera de tan noble oficio.

No estaría de más que los que se arrogan el papel de defensores de los maestros se acordaran de esta querencia peligrosa que emplean con frecuencia en sus alegatos. La Academia, el Liceo o el Jardín es probable que sólo existieran en la imaginación de los discípulos de juicio benevolente de Platón, Aristóteles y Epicuro. Chi lo sa.

De postre un poco de filosofía con Evaristo, mente preclara que bien podría enseñar a filosofar en los bachilleratos de las diferentes leyes de educación en lugar de tanto programa inabordable de la historia de la filosofía.






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