El entramado de vestíbulos de la estación de metro de Plaza de Castilla desconozco si se encuentra entre las nuevas candidaturas a Octava Maravilla del Mundo. Esa convocatoria de carácter oficioso que regresa a nuestra dirección de email todos los años un par de veces. De no estarlo, espero que el insensato regidor madrileño, el que nos corresponda en desgracia una vez desinfectada con zotal la casa consistorial de herederas ab intestato, abandone la estúpida carrera olímpica y coloque en la pista de lanzamiento la red de pasillos de la estación que os hablo. No se si son los juzgados de la superficie, las torres Kio o el crisol que reside a lo largo de la calle Bravo Murillo, pero el rutinario transcurrir de seres humanos merece que sea convertido en un terrario de proporciones olímpicas para que los moradores del ilustre accidente geográfico griego entretengan sus sobremesas con las andanzas de las peculiares criaturas objeto de su creación.
Porque si bien esta última afirmación está razonablemente en duda, lo que resulta incontrovertible es la naturaleza peculiar, caprichosa, accidental e inescrutable de la recombinación tenaz de átomos de carbono, hidrógeno, nitrógeno y oxígeno que nos conforma. Buena prueba de ello es mi último avistamiento. Una de esas pocas veces que levanto la vista del suelo, práctica tan recomendable como la ingesta de siete frutas diarias cuando se trata de atravesar un atestado vestíbulo al estilo X-wing en el corazón de la segunda Estrella de la Muerte, me encuentro con un sujeto de camiseta llamativa con slogan, el cual no puedo reprimir descifrar en cuanto suba a la oficina. Es cierto que de un tiempo a esta parte, la costumbre de incorporar elementos ingeniosos en la indumentaria visible carece de interés para curiosos a raíz la adopción de la misma por las marcas comerciales que, desesperadas por seguir con su lucha de clases, colocan logos y nombres comerciales de tamaños dantescos que distingan a su clientela del lumpen que les rodea. Vamos, que hemos pasado del irreverente Adidash al bovarista just do it de Nike, sin solución de continuidad para perjuicio de voyeurs.
La cuestión es que el insolente de turno afirmaba, a través del textil impreso por infantiles manos del sudeste asiático, sentirse orgulloso de ser Costeño. Llevo tiempo observando perplejo y señalando sin éxito alguno los pocos logros que al ser humano le resultan suficientes para cultivar el onanismo con su autoestima. Aunque confieso que me esfuerzo por ser generoso, incluso en esa versión tan cotidiana y extendida que alcanza el paroxismo, que se bautiza con un barbarismo y que se cobra en masters de a riñón el minuto; a fin de cuentas a quién le amarga un dulce. Pero esta vez lo primero que me vino a la cabeza no fue mi tradicional y soberbio desprecio por mi congénere, sino qué demonios significaba ese gentilicio para mí desconocido. No tenía tanta miga. Pronto el señor Google me ilustró advirtiéndome que era el nombre con el que se autodenominaban en ciertos países sudamericanos, especialmente en Colombia, los habitantes de la costa en contraposición con los nacidos en el interior del terruño o país. Un nuevo caso de la manida incorporación a la generalización cuando los activos de uno son de medio pelo y en el resumen de las características del conjunto sólo se incluyen las merecedoras de elogio. Atajo antiguo donde los haya, pero no sólo desagradable por añejo sino especialmente por resultar germen de ese insensato y vanidoso sentimiento de pertenencia a no se sabe qué rebaño, en virtud del cual a uno se le inoculan, quién sabe si por ósmosis, todas las bondades de los prejuicios establecidos para el ganado de que se trate. Una versión más del desgarrado "I´m american citizen" que inmortalizó Costa-Gavras, del incalificable "yo soy apañol, apañol, apañol" obra y gracia de la cultura de masas que propagaron Cuatro y las concentraciones en la plaza de Colón, o del disidente "euskalduna naiz eta harro nago" de los hermanos Muguruza disfrazados de Public Enemy.
Por cierto, y que no se me olvide. Nunca he sido una buena vara de medir, pero no debo terminar sin manifestar a los cuatro vientos, que el entorno que me rodea está plagado de gente de valor incalculable y todos ellos nacidos aquí. Ninguno será reconocido urbi et orbe, pero deben saber que en su pequeño universo no pasa inadvertido el cúmulo de méritos que contiene su desempeño diario. Todos miramos con estupor la caricatura que se nos dibuja del español medio, ese que parece no tener sitio entre el genio físico del Max Planck o el prostituto del reality de turno, pero sin arrogarnos medallas que no nos hemos ganado, tampoco es de recibo que carguemos con sambenitos que nos son ajenos por completo. Amén.
Por qué los clásicos siempre lo explican de forma sucinta y mejor?
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