Al final Ratzinger nos tenía que dar una alegría. Un hombre
con su curriculum, el visible como guardián de la fe y el infranqueable de su
adolescencia en la agitada Alemania de la primera mitad del siglo pasado, era
obligado que nos obsequiase con un día de gloria warholiano en las noticias.
Lo que no podíamos augurar los escépticos, entre los que me
incluyo, es que iba a ser por algo tan noble y digno como la renuncia. Los
sueños irreverentes de este miope visionario no pasaban de
imaginar que un tabloide angloparlante le sacara en cualquier acto de perdón para
con los sacerdotes libidinosos de la siempre verde Irlanda o, en el mejor de los casos, una noticia de
investigación del Bild que revelara cómo colaboró con cualquier Obersturmführer
de la comarca, señalando a compañeros de clase de su Baviera natal como beneficiarios
de pasajes de ida en los dichosos trenes que tan reputados se hicieron durante
la adolescencia del amigo Joseph. Pues nada de eso. El piensa mal y acertarás
erradicado. Pasará el Papa Benedicto XVI a los anales de la Historia como el de la dimisión, acto de dignidad personal y de consecuencias intransferibles donde los haya.
Pero es que, además de motivo de adulación y, por
ende, de expansión justificada del orgullo, la renuncia es sana. Estoy seguro de ello. Siempre y en
todo lugar. Aseguraría que venimos preparados genéticamente para ejercitarla como arma
más poderosa del instinto de preservación de la especie, por más que
aparentemente hagamos ostentación de oponernos a ella. Seguramente si seguimos vivos, además de
porque el asteroide ha pasado a 27.000 km., es porque Ulises decidió atarse al
mástil de su embarcación librándose de las enfermedades venéreas de origen marino,
que si alimentar a los peces con despojo de ternera puede terminar con nosotros
qué no hubiera hecho aparearse con féminas con cola de merluza. Y añado que estoy seguro que seguiremos dando gracias a la vida desde que, el
nunca bien ponderado teclista de Camela, en un acto de constricción,
sosteniendo su mirada en el espejo, ha decidido poner fin al martirio que
sufrimos los padres y madres de criaturas en edad de pegar brincos en un castillo
hinchable. Esos que todos los veranos maldecimos nuestra desgraciada existencia, entre exclamaciones de
¡cuidadooooo con mi niña!, por el insufrible soniquete que emana de los
altavoces del feriante de la rifa de al lado durante los diez terribles minutos que dura
la presencia temeraria de nuestro impúber en la atracción, aferrados a un par de
sandalias de la talla 28, como el que va a reconocer un cadáver al lugar de una
catástrofe aérea. Gracias Miguel Ángel.
Comentarios
Publicar un comentario