Gracias Miguel Ángel



Al final Ratzinger nos tenía que dar una alegría. Un hombre con su curriculum, el visible como guardián de la fe y el infranqueable de su adolescencia en la agitada Alemania de la primera mitad del siglo pasado, era obligado que nos obsequiase con un día de gloria warholiano en las noticias.

Lo que no podíamos augurar los escépticos, entre los que me incluyo, es que iba a ser por algo tan noble y digno como la renuncia. Los sueños irreverentes de este miope visionario no pasaban de imaginar que un tabloide angloparlante le sacara en cualquier acto de perdón para con los sacerdotes libidinosos de la siempre verde Irlanda o, en el mejor de los casos, una noticia de investigación del Bild que revelara cómo colaboró con cualquier Obersturmführer de la comarca, señalando a compañeros de clase de su Baviera natal como beneficiarios de pasajes de ida en los dichosos trenes que tan reputados se hicieron durante la adolescencia del amigo Joseph. Pues nada de eso. El piensa mal y acertarás erradicado. Pasará el Papa Benedicto XVI a los anales de la Historia como el de la dimisión, acto de dignidad personal y de consecuencias intransferibles donde los haya.

Pocas imposturas gozan de mayor prestigio que la renuncia. Ya la ataraxia de los estoicos era el mejor paraíso imaginable para el ser humano antes de que su mente fuera envenenada por los cuentos chinos de los antecesores de Benedicto. Por supuesto, tan privilegiada posición ética y estética se sostenía si el paso al lado resultaba honesto y no dejando heredero designado y tutelado en libreta de hoja cuadriculada con tapas de colores. Pequeño matiz que tanto cuesta asumir a los responsables españoles dimisionarios, los cuales no acaban nunca de irse hasta que no pillan silla en el siempre bien remunerado Consejo de Administración de la compañía energética de turno.

Pero es que, además de motivo de adulación y, por ende, de expansión justificada del orgullo, la renuncia es sana. Estoy seguro de ello. Siempre y en todo lugar. Aseguraría que venimos preparados genéticamente para ejercitarla como arma más poderosa del instinto de preservación de la especie, por más que aparentemente hagamos ostentación de oponernos a ella. Seguramente si seguimos vivos, además de porque el asteroide ha pasado a 27.000 km., es porque Ulises decidió atarse al mástil de su embarcación librándose de las enfermedades venéreas de origen marino, que si alimentar a los peces con despojo de ternera puede terminar con nosotros qué no hubiera hecho aparearse con féminas con cola de merluza. Y añado que estoy seguro que seguiremos dando gracias a la vida desde que, el nunca bien ponderado teclista de Camela, en un acto de constricción, sosteniendo su mirada en el espejo, ha decidido poner fin al martirio que sufrimos los padres y madres de criaturas en edad de pegar brincos en un castillo hinchable. Esos que todos los veranos maldecimos nuestra desgraciada existencia, entre exclamaciones de ¡cuidadooooo con mi niña!, por el insufrible soniquete que emana de los altavoces del feriante de la rifa de al lado durante los diez terribles minutos que dura la presencia temeraria de nuestro impúber en la atracción, aferrados a un par de sandalias de la talla 28, como el que va a reconocer un cadáver al lugar de una catástrofe aérea. Gracias Miguel Ángel.


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