Resultaba tentador y de fuerza de voluntad no ando sobrado. Es el rasgo más mediterráneo que me conforma. Así que, contraviniendo las advertencias de las autoridades patrias, entregué todos mis secretos, los confesables y los menos, a los nuevos titulares del oro de Moscú y accedí a colocar mi faz sobre el paralelogramo que acababa de emanar en el display de mi teléfono. Unos segundos después, sin alteración del ritmo cardíaco aparente, se me presentó la codiciada imagen de marras. El oráculo de siglo XXI presentaba en resolución 1080P la viva imagen del último verso de la primera estrofa de Like a rolling stone: "about having to be scrounging for your next meal". Al menos eso es lo que a mí me pareció, por más condescendencia que tronaba alrededor. Si los excomunistas afinan con su algoritmo y los pingües recursos energéticos que porto, en un acto de generosidad sin límite, osan trasladarme tan lejos, lamentablemente se confirma que en esta ocasión tampoco dispondré de ningún activo especial con el que sorprender, una vez quede recubierto por la decrepitud. Las canas solo le van bien a los presidenciables y a George Clooney.
Sin embargo, la bruma de la miopía que me acompaña no ha querido llevarme tan lejos en el tiempo. Es mucho más cauta. El verano es tiempo de relatos intrascendentes en los otrora medios de comunicación para sesudos. Desde que abandonaron las redacciones de camisas de ombligo desmedido, whisky de malta y tabaco negro para ponerlas en manos de tallas 36 entregadas a las combinaciones de hierbas medicinales y la aromaterapia, podríamos decir que la ligereza campa a sus anchas en cualquier estación del año. En esta ocasión, dilapidé unos buenos segundos de mi vida con la esperanza de que me desentrañaran uno de esos misterios insondables. Mordido el anzuelo de un titular grandilocuente, los restos del naufragio terminaron, como siempre, varados en las suaves arenas de la decepción. La osadía de nuestra redactora estival apostaba por hacernos comprender el contenido de la célebre crisis de los 40. Así, sin más miramientos, en un artículo de tropecientas palabras (imagino que cobran según su cantidad, porque de lo contrario no se entiende), la intrépida juntaletras se entregaba a tres ideas fuerza de lo más desgastadas: al parecer hay gente que llega a las cuatro décadas sin conocer su natural perecedero, que por fin admiten un balance en quiebra técnica entre sus expectativas y la realidad y que, a fuerza de toparse con ésta última, comprenden que las acciones puestas en marcha nunca traen de vuelta los resultados esperados y mucho menos aún los deseados. Vamos, en muy resumidas cuentas, un curso CCC de madurez con dos décadas y media de retraso por lo menos. Claro que igual mi percepción pesimista hubo comenzado cuando ya en las primeras líneas del glosado artículo nos desvelan que los varones para colmo llegamos con otra década de retraso a tan preciado evento. Aunque la carencia de puntualidad y, sobre todo, de conocimiento en el sexo masculino no pueda sorprender a nadie; en mi particular mapa de pronósticos estaba acercarme al sesudo análisis habiendo pasado más de un lustro en connivencia con las terribles consecuencias anunciadas. Me imaginaba de vuelta de todo, lo que siempre acrecenta la desbordada soberbia que a duras penas se contiene en mí. Pues según parece, aunque accedí al fatalismo con el deceso de mi primer abuelo, al relativismo de la ecuación causa-efecto con el "tu estudia, hijo, que llegarás lejos" y ya presenté las cuentas en plazo del paupérrimo balance en este blog, que hizo las veces de Registro Mercantil, nada de todo ello me librará de arrastrar los despojos de mi erosionada dignidad durante la próxima década, según anuncia nuestra psicóloga de cabecera y la auspicia de esa gaviota que acaba de pasar. Menudo panorama. Sin embargo, basta que me lo anuncien desde la tribuna pública con olor a rotativa para que desconfíe de plano. A más a más, barrunto que la batalla se librará en otros escenarios muy relacionados con la inexorable asunción de que no pugnaremos por objetivos superiores más allá de uno mismo. Y si bien en cualquiera de ellos la derrota final está garantizada, en cada disputa con el superyo desbocado que se nos inoculó de serie, atisbo, probablemente fruto de la infravalorada pereza, una leve solidificación de los principios de uno, lo que siempre trae consigo simpleza para las soluciones y una comodidad existencial que otrora se nos antojaba utópica. Diría que hasta mi doble envejecido de la Face App me está guiñando un ojo. P.S.: Y como colofón The Beatles versionados. Pues va a ser verdad que el envejecimiento, además de putadas como dormir menos, trae alguna buena nueva.
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